Ante las repetidas leyes que posteriormente el Tribunal Constitucional declara inconstitucionales, ¿qué instrumentos legales tiene el presidente de la República para hacer cumplir el inciso primero de sus funciones, establecidas por el artículo 118 de la Constitución?
Puede, como es claro, presentar una demanda de inconstitucionalidad. Esto se ha producido en varias ocasiones en el último año y medio: en los casos de la ley que suspendió el cobro de peajes o la que decidió la devolución de los fondos de la ONP, entre varias otras.
Hasta ahí, el proceso establecido le otorga al presidente, con acuerdo del Consejo de Ministros, un mecanismo de defensa de la Constitución. Sin embargo, queda ahí. ¿Le es posible al presidente dar un paso más y acusar individualmente a quienes han violado la Constitución? Lo que parece ser no solo un paso natural y jurídicamente adecuado, sino una acción necesaria y obligatoria en la preservación de la estructura institucional.
La misma Constitución determina el proceso de acusación constitucional, lo cual está contemplado en el art. 99; dicho proceso le compete al Congreso de la República. Es a esta entidad a quien le corresponde seguir con el adecuado procedimiento, acusando, evaluando, informando y decidiendo con respecto a todo funcionario público que ha sido incurso en una denuncia de violación de la Constitución.
En teoría, el presidente podría, como cualquier otro ciudadano, presentar una denuncia por infracción constitucional ante la Comisión Permanente del Congreso para que este, de aprobarla, la remita a la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales, lo que da inicio al proceso. Este culmina en el pleno del mismo, actuando como juez en el proceso que debería seguirse a quienes hayan votado las leyes que el Tribunal Constitucional hubiese declarado inconstitucionales.
Por lo tanto, la atribución de cumplimiento es atribución del Congreso. Es un acto de control político por el cual un poder del Estado fiscaliza al resto, incluyendo a los propios congresistas.
Como a veces es bueno ser malicioso, de inmediato salta aquel dicho tan peruano que dice: “otorongo no come otorongo”, por el cual un mal entendido espíritu de cuerpo retrasaría toda decisión que llevase a la etapa de juzgamiento
Pero en el caso de una alianza parlamentaria que alcance a más de cien parlamentarios por actos violatorios de la Constitución, ¿cuál, especulativamente, sería el resultado? Pues parece obvio que ningún Congreso aprobaría la sanción contra estos.
Como consecuencia, en este caso se da una disparidad en el ejercicio del poder sancionador. Por un lado, el Congreso puede castigar al presidente con una destitución o vacancia por alguna infracción real o ficticia, pero este no podría actuar en ninguna forma contra congresistas que deliberada y repetidamente violen la Constitución –votando leyes que el Tribunal Constitucional haya declarado como inconstitucionales–, dejando un vacío en la capacidad del presidente para cumplir el mandato contenido en el referido inciso primero del artículo 118 de la Constitución. Por otro lado, ello blinda a los congresistas, con lo que se produce un estímulo perverso en favor de los congresistas que, sin duda, también estimula el desequilibrio de poderes.
Desde que el barón de Montesquieu, en 1748, propusiera la idea de la separación de poderes, ha sido claro que estos deben estar en situación de equidad, ya que si uno tuviese más poder que el otro se daría la dictadura de quien estuviese en esa situación de ventaja, tal como lo hemos venido sufriendo durante todo este período presidencial.
Quizá deba pensarse en modificar la Constitución para establecer un árbitro jurisdiccional en estas diferencias. Por ejemplo, la Corte Suprema de Justicia, que se encargue de evaluar aquellos casos en los que se encuentren involucrados congresistas, obligándolos a que adecúen sus decisiones y votos a lo establecido por la propia Constitución, una modalidad de aplicación de la figura del ‘impeachment’ anglosajón.