En la constantemente cambiante escala de las posiciones políticas, cabe prestarle atención a un nuevo protagonista: el liberacho, aquel liberal con ideas progresistas pero actitudes de facho. El liberacho se vende como un liberal buena onda –es un defensor de minorías, un activista por la equidad y se proyecta como un revolucionario de las estructuras de poder–, pero su razonamiento político y los mecanismos que emplea para llevar a cabo su proyecto son antidemocráticos. Como ha dicho el intelectual progresista Noam Chomsky, este personaje ha tomado el peor elemento de la derecha conservadora, el autoritarismo. Es el macartista de la izquierda.
El liberacho está cambiando la filosofía del liberalismo. En lugar de fomentar las libertades, promueve las prohibiciones. Es estatista. Busca someter los duramente ganados derechos individuales a su ‘deber ser’ del bien común. Aunque profese lo contrario, el liberacho es profundamente sexista y racista y utiliza hábilmente la revictimización como estrategia política. Divide el mundo en géneros, razas, lugares de origen y goza tirando sal a la herida de los odios de la heterogeneidad. Para el liberacho, Eric Clapton no debería tocar blues. Es apropiación cultural. Puede que, en ocasiones, su batalla pueda parecer quijotesca –quiere hasta prohibir caricaturas–, pero lo cierto es que el liberacho es tremendamente peligroso porque ha formado un movimiento que ha contaminado universidades, medios de comunicación y gobiernos enteros: el ‘popgresismo’.
El ‘popgresismo’, como su nombre lo dice, es progresismo pop, pero en su marketing de buenismo ‘cool’ oculta su accionar absolutista y tirano. A través del ‘popgresismo’, el liberacho busca imponer una maniquea moral progresista, formas de sentir, hablar y hasta comer; su objetivo es una revolución cultural. No la hará con violencia física, como ha visto tantas veces la humanidad, porque este personaje no está armado con un fusil sino con un celular. Es una revolución que se sustenta en las tecnologías comunicacionales, de seguro más lenta, pero si bien el control del lenguaje toma tiempo, una vez alcanzado lo que se obtiene es un nuevo pensamiento. En esta variante del ‘Newspeak’ de George Orwell los ejemplos sobran. En Canadá se intentó regular el lenguaje para evitar la discriminación de género (¡el lenguaje, la más libre y natural de las colaboraciones humanas!). Muchas películas antiguas vienen hoy con una advertencia, que no es otra cosa que un liberacho oculto adelantándole al espectador cómo debe sentirse según los parámetros del ‘popgresismo’. Por otro lado, si uno utiliza expresiones que a los liberachos no les gusta, puede perder su trabajo, como ya ha pasado con periodistas, profesores y científicos. No toleran la libertad de expresión si lo que se dice es contrario a sus ideas. El ‘popgresismo’ es paternalista y condescendiente; trata como eterno menor de edad al ciudadano, busca reemplazarle su capacidad de agencia y raciocinio con limitaciones, cancelaciones, prohibiciones. Si uno disiente, lo incendian en la hoguera de las redes sociales. El ‘popgresismo’ es la nueva inquisición.
El verdadero liberal-progresismo ha sido esencial en la construcción de la civilización y la dignidad humanas. A este se le debe la Declaración Universal de Derechos Humanos, la jornada de ocho horas laborales, que la libertad de expresión, la educación y la salud sean derechos, y muchas otras conquistas más. Una turba de radicales no puede –no se le debe permitir– cooptar un movimiento de libertades para convertirlo en una Gestapo.
Es necesario despojar este movimiento de su maquillaje ‘cool’ y exponerlo como lo que es: una revolución cultural autoritaria que se sirve de luchas y demandas urgentes para imponer su agenda antidemocrática. En esencia, un retroceso de la libertad.