Esta semana, los Colegios de Alto Rendimiento (COAR) estuvieron en el centro de la discusión por una noticia que señalaba que este año no se desarrollaría el proceso de admisión de nuevos estudiantes. El ministro de Educación, Ricardo Cuenca, aclaró que, pese a que la admisión no estuvo contemplada en el presupuesto aprobado por el Congreso, desde su cartera se estaban haciendo todos los esfuerzos por realizar este proceso, aunque con una cuota más reducida de estudiantes. La situación, sin embargo, no afectaría a los 7.000 estudiantes regulares de los COAR durante el 2021.
Fuera de la necesaria aclaración, esta coyuntura permite repensar el modelo de escuela pública que se ha venido promoviendo desde el Estado, a través de los COAR, durante los últimos diez años. Los 25 COAR priorizan el ingreso de estudiantes de 3°, 4° y 5° de secundaria con mejor rendimiento académico en sus regiones. Son colegios que tienen un régimen totalmente diferente al de una institución educativa regular: son internados, cuentan con el programa de Bachillerato Internacional, sus profesores no forman parte de la carrera pública magisterial y el costo por estudiante que asume el Estado es por lo menos cinco veces más alto que el de un estudiante en un colegio secundario común. Son, entonces, colegios que se establecen con el objetivo de formar una élite de estudiantes de escuelas públicas.
No cabe duda de que, para los y las estudiantes de los COAR, este es un modelo beneficioso que les ha brindado mayores oportunidades para continuar con su trayectoria educativa superior. Esto constituye, en sí mismo, un logro para el sistema. Sin embargo, la pregunta es si el Estado debe promover este tipo de políticas educativas focalizadas que, antes que incluir a todas y todos los estudiantes, los excluye.
El rendimiento académico que se usa como base para evaluar el ingreso a los COAR se encuentra mediado por una serie de factores que tienen poco que ver con el esfuerzo individual o la mal llamada meritocracia. Las condiciones de los hogares, el origen étnico o las características familiares pueden ser determinantes en el desempeño de los estudiantes. De hecho, la evaluación de los COAR realizada por la CAF (2019) señala que los estudiantes que avanzan en el proceso de selección provienen de contextos más urbanizados, de mayor nivel socioeconómico y con un menor porcentaje de población con lengua nativa. Como concluye el estudio: “los estudiantes que son admitidos a COAR no solo son de alto rendimiento, sino que también provienen de contextos menos vulnerables”.
Por otro lado, las habilidades no son innatas e inalterables. La formación de estudiantes tiene que contemplar el cambio y la transformación, así como la posibilidad de mejorar el rendimiento académico a largo plazo. Ello, además, considerando que existe evidencia que indica que este tipo de modelos educativos impactan negativamente en la autoestima de los estudiantes no incluidos, que son la mayoría.
La pandemia ha mostrado las deficiencias de nuestro sistema educativo; entre ellas, la gran desigualdad entre las escuelas y el estudiantado. Brechas que no solo se reducen al rendimiento académico, sino también a la infraestructura educativa y al origen social de sus estudiantes. Si el fin es reducir las desigualdades –largamente acentuadas con la crisis sanitaria–, es necesario volver a pensar en algunas de estas políticas públicas concebidas con el objetivo de crear “islas de eficiencia”.
Sin negar el impacto positivo de los COAR en su población estudiantil, la pregunta de fondo –que probablemente no se resolverá durante el gobierno de transición, pero que debería reflejarse en las propuestas electorales– es si queremos una política educativa que priorice la excelencia académica para algunos o una educación pública de calidad para todos y todas.