Una frase común, y sin duda muy cierta, es que el Perú requiere de inversión; pero no solo atraerla, sino mantenerla. Quien invierte debe tener confianza en el país receptor de su inversión. De lo contrario, sencillamente no invertirá o retirará la que haya efectuado. Una forma de garantizar esta seguridad jurídica es con el respeto irrestricto a los contratos.
Precisamente para que el Estado peruano brinde esa máxima seguridad jurídica al inversionista es que se consagra la libertad de contratar en los artículos 2 (numeral 14) y 62 de la Constitución de 1993, mediante los cuales se confirió rango constitucional a ese derecho.
Dicha libertad de contratar es el pilar fundamental en el que descansa la autonomía privada. Con ella se confiere a las partes el derecho a contratar; lo que incluye también la libertad de elegir a la contraparte y el momento en que se desea estipular. Correlativamente hablando se otorga a su vez el derecho a no contratar, conocida también como la libertad de no querer. Caso contrario, sería un derecho ilusorio, pues la imposición de contratar desvirtuaría esa libertad. Mas aún, la misma Constitución precisa que los términos contractuales no pueden ser modificados por leyes.
Siendo ello así, una vez ejercida la referida libertad de contratación de acuerdo con el ordenamiento jurídico y siempre que no se hayan transgredido los límites a la autonomía privada, las partes están atadas por su consentimiento tan estrictamente hablando como si lo estuvieran por una ley. De allí, aquella frase común “el contrato es ley para las partes”.
En este sentido, desconocer los contratos coloca a la parte que lo hace en una situación antijurídica denominada incumplimiento contractual con todas las consecuencias legales que tal incumplimiento trae, estando obviamente expeditos todos los derechos afectados de su contraparte.
Sucede que ni el Estado, ni el particular, pueden “patear el tablero contractual”, o mejor dicho, no pueden hacerlo sin asumir las consecuencias de sus actos. No se olvide que en un contrato ambos se colocan en situación de pares. Me refiero a cualquier tipo de contrato, sea un contrato privado, sea un contrato público; pues finalmente contrato es contrato.
Con mayor razón, si estamos frente al llamado “contrato-ley”, un instrumento utilizado por quienes invierten grandes capitales o realizan proyectos de gran envergadura en un país, sin importar la actividad/industria que fuera, buscando tener la seguridad jurídica necesaria para efectuar dicha inversión en beneficio de todos, es decir, una garantía que la resguarde. Si tras la celebración de un contrato-ley, el Estado intentara afectarlo unilateral e incausadamente mediante otra ley, esta última sería potencialmente inconstitucional, al atentarse frontalmente contra la Constitución. Por lo tanto, ni el Estado ni el particular pueden afectar unilateralmente el contrato-ley.
Son solo las partes contratantes quienes, en base a la autonomía privada, pueden invitarse a renegociar los términos y condiciones del contrato, pero resulta necesaria una voluntad común de las partes para ello, salvo que el propio contrato haya previsto un mecanismo obligatorio para su propia renegociación o aplique algún remedio legal.
En este orden de ideas, si alguna de las partes considera que sus derechos han sido vulnerados, dicho contratante puede (y asimismo debe, bajo responsabilidad) acudir a los cauces regulares en resguardo de sus derechos y así solucionar las controversias; sea en los foros arbitrales o en los judiciales, atendiendo a la respectiva jurisdicción aplicable.
En suma, desconocer un contrato es violentar la seguridad jurídica que debe reinar en todo país democrático, con las consecuencias jurídicas que trae; lo que desde luego, desalienta a todas luces la tan deseada inversión.