El presidente brasileño Jair Bolsonaro ha estado empeorando una situación ya difícil. Después de no haber podido sabotear las campañas de vacunación para adultos y adolescentes, ha concentrado sus esfuerzos en socavar la vacunación de los niños. Pero contra la fuerza de nuestro sistema de salud y el poderoso apetito de vacunas de los brasileños, sus planes se han ido a pique.
El alarmismo es el método preferido de Bolsonaro. Sugirió que los efectos colaterales de la vacuna son “desconocidos” y que no tenemos un “antídoto” contra ellos. Presentándose a sí mismo como un tío sabio, aunque totalmente delirante, les aconsejó a los padres que “no se dejen engañar por la propaganda” sobre la vacunación de los niños. “Mi hija de 11 años no será vacunada”, informó solemnemente.
Pero su subterfugio va más allá. Aunque se ha demostrado que las vacunas contra el COVID-19 para niños son seguras y efectivas, el Gobierno Brasileño no se apresuró a comprarlas. El 16 de diciembre, la Agencia Reguladora de Salud independiente de Brasil tomó el asunto en sus propias manos y aprobó el uso de la vacuna de Pfizer para niños de entre 5 y 11 años. Bolsonaro entró en acción: la decisión, dijo, era “lamentable” e “increíble”.
No contento con ello, pidió los nombres de los funcionarios de salud detrás de la aprobación, diciendo que quería revelar sus identidades para que el público pudiera “llegar a sus propias conclusiones”. Esto fue, por decirlo suavemente, imprudente: en los últimos meses, los directores de la agencia han recibido cientos de amenazas de muerte de personas que se oponen a la vacunación de los niños.
Cuando terminó el año, el gobierno trató de frenar la campaña organizando una encuesta pública sin sentido sobre el tema. También planeó exigir que todos los niños tuvieran una receta médica para una vacuna, una demanda que los gobernadores rechazaron y luego retiraron. Y el Ministerio de Salud de la administración Bolsonaro sigue repitiendo que vacunar a los niños es “una decisión de los padres”, lo que implica que en realidad podría no ser una buena idea. En cada paso del camino, Bolsonaro ha tratado de obstruir el acceso de los niños a la vacunación, como si fuera preferible contraer el coronavirus.
Por suerte para nosotros, fracasó. A partir del 14 de enero, los niños de entre 5 y 11 años comenzaron a recibir sus primeras vacunas. Aunque el número de dosis de Pfizer disponibles apenas cubre a los 20,5 millones de niños del país, se están complementando con CoronaVac, la vacuna china que tiene la ventaja de ser fabricada localmente por el Instituto Butantan. Al igual que con otras campañas de vacunación en el país, podemos esperar una aceptación entusiasta.
El presidente Bolsonaro, sin embargo, no parece capaz de aceptar que los brasileños sean “maníacos de las vacunas”, como expresó con desdén. El 82% de la población de Brasil está inmunizada con al menos una dosis e incluso la mayoría de los antivacunas se aplican debidamente sus vacunas.
Sin duda, algunos países están llegando a conclusiones diferentes sobre el valor de vacunar a los niños. En Suecia, por ejemplo, los funcionarios de salud decidieron que no veían un beneficio claro en vacunar a niños de entre 5 y 11 años. Sin embargo, el principal argumento de Bolsonaro es que las tasas de mortalidad no justifican el esfuerzo. Según nuestro Ministerio de Salud, 1.467 niños menores de 11 años han muerto por COVID-19, una pequeña fracción de los 632.000 brasileños que han perdido la vida durante la pandemia, pero un número inaceptable de todos modos.
El inicio de la campaña de vacunación de Brasil para niños mayores de cinco años ha sido motivo de alegría para casi todos, excepto para el presidente. La mayoría de las escuelas reanudará clases presenciales en febrero, después de las vacaciones de verano, y será un gran alivio ver a millones de niños parcialmente inmunizados.
–Glosado, editado y traducido–
©️ The New York Times