Todos los incidentes y ocurrencias de la vida pueden tener varias lecturas. La forma de interpretar y describir el entorno depende mucho de nuestro contexto, de la aproximación que tengamos al entorno o de los lentes que utilicemos para mirarlo.
El día domingo, en el marco de los premios Oscar, muchas personas vieron a un hombre defendiendo a su esposa ante una broma insensible. Muchas otras vieron a una persona responder desproporcionadamente ante una broma inofensiva, si acaso de mal gusto. Algunas otras optamos por concentrarnos un poco menos en el incidente concreto y más en lo que representa o pone en evidencia respecto de la sociedad en la que vivimos.
Globalmente, las mujeres afrodescendientes navegan en sociedades en las que los estereotipos sobre sus vidas, sus cuerpos, sus experiencias y sus vivencias son afectadas no solo por la misoginia, sino también por el racismo; donde elementos como el clasismo y el nacionalismo también tienen un impacto importante. La apariencia de las mujeres negras es un tema político desde el tiempo de la trata transatlántica, donde tenía la potencialidad de determinar el tipo de labor que realizaban y el trato particular al que eran expuestas. Una imagen que tiene consecuencias hasta el día de hoy. Hasta hace muy poco, era legal en los Estados Unidos despedir a una persona afro por utilizar el cabello en trenzas o en locs (rastas). En algunas islas del Caribe inglés, los dreadlocs (una forma natural de llevar el cabello afro) son entendidos como un símbolo político y es una de las razones por las que se le puede negar la entrada a un turista. En contextos más locales, los rulos (cabello ensortijado), cuando se acompañan de piel oscura, suelen ser estimados como un cabello poco “ordenado” o que haga parte del ya famoso eufemismo “buena presencia”.
¿Qué vimos entonces? Una broma (el grado de ofensa de la misma queda a evaluación del lector) sobre la apariencia/el cabello de una mujer negra. El ofensor: un hombre negro. Solo este detalle tiene mucho más por desempacar y es interesante por sí mismo. No obstante, se opaca por lo que pasó después: la respuesta violenta a esta interacción.
Un esposo que “defendió” a su mujer o una pareja que “protegía” lo suyo son las dos premisas más escuchadas en estos días. Creo que podemos ver un poco más allá. ¿De qué manera este tipo de defensa o de protección la incluía? ¿Por qué la defensa/protección de la mujer no incluía tornar hacia ella y confortarla, sino más bien darle la espalda y saltar sobre un tercero? ¿Qué entendemos por el rol de defensor y protector? ¿Por qué?
La mayoría de las Ciencias Sociales ubica la reacción violenta del actor como una respuesta alineada perfectamente con los conceptos estudiados en temas de género y de masculinidades. En efecto, el hecho de que tantas personas justifiquen el accionar del actor y, hasta cierto punto, lo celebren como caballerosidad, o como la respuesta que correspondía, se enmarca en nuestras propias expectativas sociales generalizadas y normalizadas sobre lo que un varón debe ser, hacer y performar como su rol de varón protector y proveedor de la familia. Además de establecer una relación con los demás miembros de la familia como “lo suyo”. Esto no quiere decir que esté bien. Solo quiere decir que el actor Will Smith estaba, en ese momento, siguiendo la pauta de un libreto que seguimos todos nosotros y nosotras. El libreto de las expectativas y roles de género que nos ha impuesto la sociedad, en su vertiente más hegemónica.
Habría que preguntarse qué perdemos individual y colectivamente cuando nos colocamos en los extremos más polarizantes de los roles de género que nos ha asignado la sociedad. Que se pregunten, aunque la sociedad no favorezca esta autorreflexión, ¿qué pierden ustedes? Evaluar si queremos vivir en una sociedad en la que la única expresión emocional aceptada para los varones sea la relacionada a la rabia o la ira, donde el evitar ser vistos como “débiles” les previene de buscar atención médica oportuna, donde no se favorece la creación de redes íntimas de soporte emocional y amical. O no cuestionarnos nada y seguir en un modelo de sociedad en el que todos y todas perdemos.