Tras la despedida de Palacio del ex presidente Pedro Pablo Kuczynski, algo me quedó rondando por la cabeza y, a la luz de la infausta declaración del congresista Carlos Bruce, al fin se aclara: Peruanos por el Kambio no era un partido político, era una empresa forjada en la búsqueda de un excelente clima laboral, una fluida comunicación interna y las buenas prácticas de la responsabilidad social. De allí la cuota de género, edad, nivel socioeconómico, identidad sexual. Y la étnica también, ¿verdad? A pesar de las críticas que se puedan hacer, salgamos de las condenas habituales y pasemos a examinar qué implica ser políticamente correcto en nuestros días o, mejor dicho, qué implica balancear la cantidad de “blanquitos limeñitos”, como sostuvo el congresista.
Slavoj Žižek, filósofo esloveno, nos advierte cómo lo políticamente correcto es una reacción desesperada, un manotazo de ahogado frente a la (im)posibilidad de resolver los problemas, una solución rápida que aparece como la más sensata; sin embargo, lejos de horadar el problema, lo sobrepasa, recanalizándolo hacia otra arena. Así, lejos de esculcar la raíz de los problemas, que son la centralización, la discriminación, el racismo, el sexismo, pero principalmente la imposibilidad de entendernos como iguales ante la ley, se reencauza hacia un ‘impasse’ de cuota de representatividad, una medida que más está constituida para cumplir con la opinión pública, que con la problemática nacional. En breve, el filósofo sostiene que lo políticamente correcto es una técnica sofisticada que reproduce, sostiene y exacerba todos los prejuicios, pero bajo el manto de un aparente respeto de las diferencias. Para ello, se alía con la ‘tolerancia’, un término ambiguo que funciona más en sentido contrario, puesto que se tolera (aunque caigamos en un pleonasmo) lo tolerable, pero basta que algo salga de ese umbral para que sea sancionado o eliminado.
¿Eso significa que se puede ser discriminador siendo políticamente correcto? Sí, y de una manera aun más compleja, porque se afianza en las prácticas de la vida cotidiana, y que incluso, si bien puede estar enunciada por una legítima búsqueda de respeto, son más las dificultades que conlleva que las soluciones que trae. Si no, véase cómo ante la “saludable y respetable” idea de llamar a los pobladores originarios de Estados Unidos “nativos americanos”, inmediatamente se arroga a sus otros connacionales la posición de “culturales americanos”; es decir, unos como nativos, naturales y premodernos, y los otros como culturales, letrados y modernizados.
Por eso la solución no es tan fácil como se cree, ni está compuesta por pequeños cambios, que más se pliegan a una actitud políticamente correcta que edulcora y desvía la problemática a algo más visible y lógico, cuando el asunto va más allá de llamar o incorporar a ciertas personas de cierto modo. Tal vez, para entender la dimensión de la complejidad sea necesario hacer un movimiento cinematográfico, empujar la cámara hacia atrás para comprender que lo políticamente correcto funciona como esos operarios (el microfonista, el camarógrafo) que permiten que la ficción de un mundo más justo y solidario siga estando en técnicas como la cuota de representatividad.
Por eso me dan escalofríos cada vez que alguien me dice, con una cuota extra de optimismo, que estas acciones son luz al final del túnel; por el contrario, al igual que Žižek, creo que esa luz no es otra cosa que un tren que viene a embestirnos. Y se preguntará por qué quiere embestirnos, justamente porque lo políticamente correcto lo que menos busca es cambiar el statu quo en el que se encuentra. Y si no quiere hacerlo es porque, de cambiar la situación (del racismo, del sexismo, del clasismo), sus abanderados se verían forzados a tener que cambiar, ya no superficialmente sino estructuralmente. Al parecer, es un hueso duro de roer o un cambio que (aún) no están dispuestos a hacer.