“¿Oyes eso?”, me preguntó mi hijo Sam hace un mes, interrumpiendo nuestra conversación para sostener su teléfono en la ventana de su auto: “Es para los trabajadores esenciales”.
A estas alturas, ya sabes lo que era “eso”: personas golpeando ollas y sartenes, vitoreando desde sus ventanas y balcones, a menudo contra un fondo de sirenas. Sam lo dijo con tanta naturalidad que me demoré en recordar que él era alguien a quien estaban animando. Es enfermero en Manhattan.
Cuando estaba embarazada de Sam durante la guerra del Golfo, a menudo veía noticias de televisión y me preguntaba cómo sería tener a un hijo en combate. No estaba segura de cómo o si podría soportar el terror diario de saber que podrían arrebatármelo en cualquier momento, en un lugar lejano.
Sin duda, las balas no zumban alrededor de la cabeza de Sam, pero durante los últimos meses he estado viviendo con la certeza de que está expuesto diariamente a un virus implacable; a veces trabaja sin el equipo adecuado y siempre sin que el Gobierno lo respalde. No me consuela saber que el virus es más letal para los ancianos.
Al principio, intenté un poco de control maternal. Fue en marzo, le envié las mascarillas N95 que un amigo profético me había instado a comprarme en enero. Me preocupaba que el hospital de Sam no tuviera suficientes. “Todos mis pacientes tienen coronavirus”, me escribió el 19 de marzo.
Las cosas empeoraron aparentemente de la noche a la mañana. Sam nos dijo que estaba viendo más pacientes intubados en un día que en los nueve meses anteriores. No podía brindarles a sus pacientes la atención que merecían: había tantos y todos estaban muy enfermos. Sam me dijo que echaba de menos los días en que tenía tiempo de llevar a un paciente malhumorado afuera para tomar un poco de aire. En cambio, ahora sostiene teléfonos para pacientes asustados y solitarios, desesperados por hablar con sus familias.
Si este tiempo ha sido surrealista para Sam, también lo ha sido para mí. “El hijo de Mimi está en la primera línea”, escuché decir a un amigo, con una mezcla de admiración y lástima, antes de que todos nos encerráramos. La primera pregunta que la gente hace al llamarme es “¿Cómo está Sam?”. Le envían regalos y me dicen que es un héroe, lo cual es muy amable, pero desgarra la negación en la que sigo tratando de envolverme. Sam me dice que le diga a la gente que no necesita nada. Yo le digo que tome los regalos que le ofrecen, que otras personas necesitan sentir que están haciendo algo, incluso si están ayudando a los que ayudan.
También trata de calmarme: “Si estás ansiosa, recuerda: esto es lo que hago”. Sam me envió un mensaje de texto hace unas semanas, recordándome que había decidido convertirse en enfermero cuando el huracán Sandy golpeó el hospital donde trabajaba en el 2012. En aquel entonces, ayudó a llevar a los muertos después de que el hospital perdió el fluido eléctrico.
Ambos estamos desarrollando la armadura necesaria para su carrera elegida. “¡Aguantando bien!”, me escribió recientemente, respondiendo a uno de mis mensajes de texto. “Los trajes más nuevos que nos dieron me quedaron como un vestido de coctel, pero, honestamente, todos estamos expuestos tanto que importa poco”.
Me he adaptado, preocupándome solo cuando no tengo noticias de Sam cada pocos días. Sabiendo eso, generalmente llama cuando conduce para trabajar. Sam gira su teléfono para que pueda ver las calles misteriosas y vacías, y luego lo voltea de nuevo y puedo ver cuán cansado se ve mi dulce y guapo hijo. Bromeamos sobre la barba que las reglas del hospital lo obligaron a perder.
Así que ahora sé lo que tantas madres de guerra antes que yo sabían: no necesito un héroe. Solo quiero que mi hijo esté en casa, sano y salvo.
–Glosado y editado–
© The New York Times.