Hace unas semanas mi buen amigo Armando Guevara me prestó un libro de James C. Scott. En él encontré una historia que recordé el día de la parada militar por Fiestas Patrias.
Al poco tiempo de la caída del Muro de Berlín y durante el proceso de unificación, un grupo de anarquistas de Alemania Occidental decidieron hacer una travesura de gran valor simbólico. Fueron paseando en un camión una estatua hecha de papel maché y transportándola de una plaza central a otras de distintas ciudades de Alemania Oriental. Se trataba de la silueta de un hombre corriendo tallada en lo que parecía un bloque de granito. La llamaban Monumento al Desertor Desconocido de Ambas Guerras Mundiales y le colocaron como leyenda: “Esto es para el hombre que se rehusó a matar a su prójimo”.
Como comenta Scott, le llamó la atención el ingenioso uso del gesto, universalmente aceptado, de homenajear al Soldado Desconocido, un personaje oscuro y anónimo cuyo mérito fue haber muerto de manera honorable en batalla para cumplir los objetivos nacionales. En este caso, el gesto se invirtió para homenajear al que se negó a participar en la guerra. Por supuesto que la estatua de papel maché permanecía en cada plaza hasta que las despistadas autoridades descubrían la travesura y removían el monumento que no les causaba ninguna gracia.
El militarismo parece apropiarse fácilmente de la conciencia de los pueblos y sus valores. Convertimos en valor el amor a las armas y en traición su repudio. El patriotismo ha sido la víctima más evidente. Celebramos nuestro día nacional con un desfile en el que se rodea de orgullo tanques, aviones, cañones y demás aditamentos con capacidad para destruir. Los discursos identifican lo cívico con lo militar y solo se es patriota si aceptamos lo bélico. Curiosamente, para ser cívico no se puede ser solo civil. Ser militar es más importante para la patria que ser maestro, médico, cocinero, abogado, obrero o artista. El centro del patriotismo es entonces cómo enfrentar a un enemigo y no cómo acercarnos a los demás.
La disciplina rígida, el tono marcial, la pisada fuerte, el infundir temor, se convierten en la esencia de lo peruano. Y la deserción (el negarse a hacer la guerra) es un acto de traición.
Y no nos limitamos a la Parada Militar del 29. Los estudiantes de los colegios tienen que marchar, vestir boinas y portar estandartes de manera similar. Celebrar es mostrar que estamos preparados para la guerra y no para la paz.
Ese tipo de civismo me parece abominable. El patriotismo militarizado parece tan peligroso como las religiones dogmáticas fundamentalistas: colocan la dignidad del hombre detrás de un valor colectivo indefinido, casi metafísico, en el que hay que creer por fe antes que por el uso de la razón. Morir por la patria es más importante que vivir por ella.
Deberíamos cambiar radicalmente nuestra forma de celebrar. El Acta de Independencia fue más una declaración civil que una declaración militar, donde personas e instituciones relevantes se pusieron de acuerdo en cómo queríamos vivir. Las armas fueron solo un medio, no un fin.
Si no podemos eliminar a las fuerzas armadas, deberíamos reducirlas a lo que son: solo una parte más de lo que es ser peruano. Y ni siquiera la parte más relevante. Una imagen del último desfile, reflejada en una fotografía, pasó casi desapercibida en la prensa. Un comando, emocionado durante el desfile, rompió filas, abandono su escuadrón, y corrió a abrazar a su madre en el público. No sé si su pequeña y pasajera deserción ha sido castigada. No me extrañaría. Pero ese abrazo, desprovisto de marcialidad, de disciplina, de militarismo, me parece un homenaje más significativo a la patria que el derroche inútil de recursos para pasear toneladas de armamento y mostrar así nuestra capacidad de matar al prójimo.