En tan solo nueve meses de gestión de Pedro Castillo, las expectativas de los agentes económicos se han deteriorado significativamente y la mayoría de los indicadores están en rojo. Al pesimismo empresarial se suman la caída de la confianza del consumidor a mínimos históricos, la volatilidad del tipo de cambio y la reducción de la calificación crediticia soberana, estando a un peldaño de perder el grado de inversión.
Los vientos de cola externos y la continuidad en el manejo macroeconómico no han sido suficientes para contrarrestar el impacto de las malas decisiones adoptadas por el Gobierno. Se ha disparado el riesgo regulatorio y se han dictado medidas a favor de sectores informales e ilegales de la economía.
La premisa básica entre los analistas es que la mayor arma de contención ante los desaguisados del Gobierno es la Constitución Política, especialmente el capítulo económico. Por ello, el Congreso aprobó un candado que precisaba cambios constitucionales a los mecanismos que la propia Carta Magna establece y, así, logró mitigar la incertidumbre reinante. Esto redujo la probabilidad de un escenario disruptivo que traería forzar la redacción de una nueva Constitución, como está ocurriendo en el vecino país del Sur sin medir las consecuencias económicas.
La Convención Constitucional se encuentra reescribiendo el contrato social chileno con reglas de votación que no aseguran opciones equilibradas. Como ejemplos de lo aprobado a la fecha están la eliminación de la autonomía del Banco Central, la eliminación del justiprecio en caso de expropiaciones, cambios al Poder Judicial que no garantizan a los ciudadanos igualdad ante la ley, la creación de un Estado Plurinacional que hará mucho más compleja y onerosa la organización administrativa del Estado, entre otros.
En las palabras del expresidente socialista Ricardo Lagos, “podemos tener una Constitución muy inadecuada para las necesidades del país. Hay algunas cosas que se han aprobado que me parecen muy graves” (“La Tercera”, 8/4/2022).
El oficialismo quiere replicar el experimento chileno en el Perú por razones ideológicas sin considerar que los problemas estructurales que padecemos responden a la incapacidad del Estado para cumplir con las mínimas responsabilidades establecidas en la Constitución. Sin embargo, insistir en el despropósito de convocar a una asamblea constituyente sin contar con los votos necesarios en el Parlamento y con una aprobación popular de tan solo 7%, según las últimas encuestas, tendría dos interpretaciones muy peligrosas.
La primera sería la de responsabilizar al Congreso de ir “contra la voluntad del pueblo” ante el probable archivamiento de esta iniciativa. Así, el Gobierno estaría creando una cortina de humo para tapar su incompetencia y los indicios de corrupción en su contra y allanaría el camino para una eventual disolución del Congreso, en un contexto de alta desaprobación y convulsión social.
La segunda sería el restaurar un estatismo fallido que controle la actividad productiva y permita la fijación de precios. Esto no solo tendría el objetivo de paliar cosméticamente la delicada coyuntura económica que enfrentan millones de peruanos, sino hacerse del “poder”, como reclama Vladimir Cerrón, e instalar un régimen autoritario y cleptocrático al estilo venezolano o cubano.
El Gobierno se ha embarcado en una cruzada sin retorno. Ante esto, la población tiene la responsabilidad de movilizarse y exigir con firmeza que el Congreso termine con esta intentona estatista que puede ponerle fin al período de transformación económica y social y regresarnos a 1990. En este marco, no hay lugar para la indiferencia ciudadana ni la desidia de los legisladores.