El sábado 7 de diciembre, alrededor de la 1:45 p.m., una persona se comió un plátano. No tiene nada de extraordinario, mucha gente lo hace, pero en este caso, se trataba de parte de una obra de arte, valorada en US$120.000. La obra de Maurizio Cattelan, “Comedian”, se encontraba en exposición en la feria Art Basel en Miami Beach, y consistía en un plátano real pegado al muro con un trozo de ‘duct tape’ gris.
Algo cambió definitivamente en la manera de concebir el arte desde que Marcel Duchamp creó “Fountain”, hace poco más de cien años, con la idea de demostrar que cualquier cosa, liberada de su función original y sacada de contexto, puede ser una obra de arte. Si un urinario puesto de lado amerita un lugar en un museo, entonces, ¿cómo distinguir qué es y qué no es arte?
Aquello que legitima este tipo de arte es la explicación, el discurso. Como en el posterior arte conceptual, las imágenes crípticas apelan a la curiosidad del espectador, quien debe buscar explicaciones o tolerar su propia ignorancia.
Desde las vanguardias de inicios del siglo XX, el arte parece exigir más a sus espectadores. Ya no se nos muestran historias claras o interpretables. El minimalismo o el expresionismo abstracto, por nombrar algunos ejemplos, desplazan la narración hacia el espectador. Tenemos la libertad de leer lo que queramos, pero, al mismo tiempo, estamos obligados a hacerlo.
Se deja el buen arte a la libre interpretación, pero, con la libertad que nos da la aceptación del ‘readymade’, hace también posible que cualquier mamarracho más o menos sustentado termine en un museo.
Sin embargo, no todo el arte que se produce está en el museo. ¿Qué hace que unas cosas sean expuestas en una galería y otras sean dejadas de lado? Es aquí donde entra el sistema de curadores, dueños de galerías, compradores, vendedores y críticos. Nunca como en los últimos 20 años el arte ha tenido tanto valor, medido en cantidad de obras producidas y vendidas, asistencia –a veces masiva– a las subastas y cobertura mediática.
En este contexto, la fama es esencial. Cattelan, un artista ya conocido por obras polémicas y sarcásticas como “La nona ora” y “Love Lasts Forever”, ha sabido aprovechar el escándalo, la indignación y el morbo del público para labrarse un nombre en el panorama artístico contemporáneo. Que el plátano sea un símbolo del consumismo, como el creador afirma, o simplemente un acto impulsivo de pegar un objeto a la pared, deja de ser importante frente a las personas amontonadas tratando de tomar una foto a algo que cualquiera podría haber armado con una breve visita a un supermercado.
El verdadero valor de la pieza en el mercado del arte no está en el plátano ni en el pedazo de cinta, sino en el certificado de autenticidad de la obra. Quien pague los US$120.000 lo hará por un papel que representa haber estado ahí, en el momento en el que dichos objetos estuvieron expuestos, y por el derecho a replicarlo. No se está vendiendo un objeto. Se está vendiendo una idea que apela a nuestros afectos y a un consumo ligado a la publicidad y a las redes muy vigente hoy en día.
Es así que llegamos al siguiente acto mediático del arte contemporáneo. David Datuna, un artista de performance, se acercó a “Comedian”, despegó el plátano y se lo comió. Debe haber sabido horrible, luego de tantos días de exposición, pero eso era lo de menos. En un contexto más conservador, sería como hacer desaparecer la mitad de un lienzo, pero es que esto no era un lienzo. Era un plátano. Y el acto de comérselo se burla de lo obvio de toda la situación. Es una fruta, ni más ni menos. Cómansela. Yo ya lo hice.
De paso, por supuesto, Datuna se ha subido a la ola de popularidad de la obra, aumentando unos cuantos miles de likes a sus perfiles en redes sociales.
¿Y el valor estético? ¿Y el goce? ¿Y la comunicación? ¿Y la belleza? Eso parece haber dejado de ser prioridad en mucho de nuestro arte contemporáneo hace 100 años y un urinario.