Las galaxias, conjuntos gravitacionales de estrellas, planetas, satélites, asteroides, partículas cósmicas y gas, son inimaginablemente inmensas. Se estiman 100.000 millones de ellas y cada una contiene millones de estrellas.
Las estrellas tienen capturados en sus campos gravitacionales planetas, tal como nuestro astro rey tiene los suyos. Nuestro planeta, pues, es una insignificante fracción del universo.
A mediados del siglo pasado, Stanley Miller logró crear aminoácidos partiendo de sustancias prebióticas, demostrando que el tránsito a la química orgánica es consustancial a las complejidades químicas de la naturaleza y que ocurre espontáneamente.
Que los radiotelescopios no capten las señales electromagnéticas que evidenciarían vida extraterrestre no prueba nada: la Tierra tiene 4.500 millones de años y nuestras señales de radio comenzaron a emitirse hace tan solo unos cien. En otros mundos, pues, podrían existir civilizaciones tan distantes que sus señales aun no nos alcanzan o podrían haber especies aun poco evolucionadas.
Para la cronología cósmica, el lapso de una vida es un instante y la vigencia de una especie un fugaz parpadeo. Así, en rincones remotos del firmamento, de cuando en cuando, podrían abrirse paréntesis de vida en los que surgen especies, evolucionan, se suceden y luego se extinguen. ¿Por qué unos paréntesis habrían de coincidir con otros? ¿No orbitarán, atrapados por remotas estrellas, planetas convertidos ya en cementerios de comunidades extintas? ¿No serán las nébulas las fuentes de futuras estrellas que prohijarán planetas en los que surgirá la vida?
Esas interrogantes llevaron a Carl Sagan a sostener que no éramos más que polvo de estrellas.
A pesar de nuestra insignificancia relativa, somos geocéntricos al extremo que, cuando Galileo abrazó la tesis copernicana y rechazó la de Tolomeo –aquella según la cual la Tierra era el centro inmóvil del universo–, fue vejado por la Inquisición, ese emblema del oscurantismo. También somos antropocéntricos, imaginando a Dios con forma humana. Más aun, somos discriminadores: todas las manifestaciones originarias del judaísmo, cristianismo e islamismo surgieron en una porción minúscula del planeta y las experiencias religiosas experimentadas fuera de los confines de “tierra santa” nos parecen desdeñables o esotéricas.
Si existieran seres “inteligentes” en otros planetas cautivos de otras estrellas, ¿carecerían de la posibilidad de consolarse desarrollando sus propias religiones? ¿Allá Dios no se revelaría?
Y si fueran realmente inteligentes, ¿sus instituciones religiosas habrían impuesto dogmas o condenaciones doctrinarias absurdas como han hecho las nuestras?
Porque las de aquí, no lo olvidemos, resultaron tan inclementes como las plagas o los desastres naturales: la victimización de los primeros cristianos por la Roma pagana, la expulsión de los judíos por los reyes católicos, las yihad musulmanas, las cruzadas fundamentalistas o las ablaciones genitales así lo atestiguan. Al sucumbir al control de clerecías perversas o al politizarse –cosa desafortunadamente frecuente–, las religiones se tornan nefastas. La “jauría diabólica” del Estado Islámico, con sus degüellos ritualistas y su intento de esparcir tinieblas sobre la Ciudad Luz es la prueba más reciente de ello.
¿Lograremos algún día reconocer humildemente la intrascendencia cósmica del género humano? Si en vez de apelar a artilugios de ultratumba, le diéramos una oportunidad a la razón, ¿no mejoraríamos este mundo?
Una evolución hacia prácticas individuales de recogimiento espiritual, a contrapelo de la tradición gregaria, ritualista e institucional, ayudaría a armonizar lo que las fatuas y las bulas han desafinado hasta niveles babélicos.
Quiera la Providencia que el género humano se sacuda de prejuicios y avance hacia la desvitalización de las instituciones religiosas y hacia el fortalecimiento de una ética globalmente compartida. Ojalá que se ilumine y reconozca que, tan absurdo como presumirse el centro del universo, es pretender monopolizar a Dios o postular un pueblo elegido.