Sorpresas te da la vida, como bien dice la canción de Rubén Blades, pero pocas como la que se llevó el intelectual Giovan Battista Clemente Nelli en la primavera de 1739.
Hay más de una versión de lo ocurrido pero sólo varían detalles así que apeguémonos a la del médico Giovanni Targioni Tozzetti, gran naturalista y científico de confianza del Gran Duque de Toscana, que apareció en su “Noticias de las ampliaciones de las ciencias físicas que se produjeron en Toscana a lo largo del año LX del siglo XVII”, publicado en 1780.
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Resulta que “el célebre doctor Gio. Lami, por su costumbre, fue a cenar a una villa suya, en la Osteria del Ponte delle Mosse, con varios amigos”.
Uno de esos amigos era Nelli “más tarde senador y caballero” y Lami le pidió que por favor llevara mortadela de la tienda de Cioci, pues era la mejor de todas.
Así lo hizo: compró “dos liräte de mortadela y se metió la envoltura en el sombrero”.
“Recién llegados a la taberna, pidieron un plato para colocar la mortadela y en esa ocasión el senador sig. (Nelli) se dio cuenta de que el folio utilizado por Cioci para envolver la mortadela era una carta de Galileo”.
Paremos ahí, en el momento que, en el papel de envoltura del embutido, Nelli reconoció la letra de Galileo Galilei, una de las más grandes eminencias de la historia.
El controvertido héroe que, entre otras cosas, había rectificando y, puliendo sus propias lentes, transformado los catalejos en telescopios que le permitieron descubrir hechos nuevos e inimaginables.
Lo que observó puso en duda la visión del cosmos de Aristóteles, que situaba a la Tierra en el centro del Universo, aceptada como verdad única por las ortodoxias intelectuales de la época.
A pesar de su compromiso con la verdad científica, su defensa del sistema planetario copernicano (centrado en el Sol) lo llevó a un serio conflicto con la Iglesia.
Un juicio por herejía y la amenaza de tortura lo obligaron a retractarse públicamente y pasó el resto de su vida bajo arresto domiciliario.
Sin embargo, ni la poderosa Inquisición pudo evitar que su brillante obra, con sus revelaciones y conclusiones, revolucionara el saber.
Y perviviera.
Hoy, 380 años después de su muerte, los expertos todavía pueden consultar al erudito del Renacimiento repasando las ideas que plasmó con su puño y letra en cuadernos, documentos y cartas.
Pero, como se dio cuenta Nelli ese día primaveral florentino, una importante parte de ese legado estuvo en peligro de perderse, y no por ningún auto de fe de ninguna inquisición sino por pura desidia.
Vincenzo Viviani fue el último discípulo de Galileo y lo cuidó al final de su vida.
Lo conoció cuando tenía 17 años y no tenían ni 20 cuando murió su maestro.
Se dedicó a conservar y defender su imagen y obra.
“Signor Viviani recopiló, tanto de los herederos de Galileo como de otros, tantas obras de su maestro como pudo hallar”, cuenta Giambatista Venturi en “Memorie e lettere inedite finora o disperse di Galileo Galilei” (1818-1821).
“Pero para salvarlas de la inquisición de la gente intolerante, ya que él mismo estaba bajo sospecha de ser una persona irreligiosa, los mantuvo escondidos en casa en un pozo de trigo”.
Entre esos tesoros, estaba “un manuscrito de Galileo que consta de varios pequeños cuadernillos titulado en la portada ‘De Motu Antiquiora’, que es reconocible como uno de sus primeros estudios juveniles”, escribió Viviani en 1674.
En él, señaló el matemático y científico, “se ve que desde ese momento no pudo forzar su intelecto libre al filosofar convencional de las escuelas ordinarias”.
Pero cuando Viviani murió en 1703, el destino de los “pequeños cuadernillos” se tornó incierto.
La casa en la que estaban escondidos “fue heredada por el abad Jacopo Panzanini, sobrino de Viviani, y a su muerte en 1737, el pozo se abrió a intervalos y muchos paquetes de los escritos antes mencionados fueron trasladados o vendidos a los comerciantes para envolver” cuenta Venturi.
Y añade: “quidquid charta amicitur ineptis”, que significa: “cualquier gráfico es amigo de los idiotas”.
Volvamos a esa mesa rodeada de amigos en la que Nelli se acababa de dar cuenta de que la mortadela que había comprado estaba envuelta en una carta escrita por Galileo.
Conciente de la importancia del hallazgo, cuenta Targioni Tozzetti que “quitó la grasa de la hoja con una servilleta lo mejor que pudo, luego la dobló y se la guardó en el bolsillo”.
No le dijo nada a nadie y, apenas pudo, “corrió a la tienda de Cioci, de quien escuchó que a intervalos un sirviente desconocido le vendía un paquete de ese tipo de escritos”.
Le compró al tendero todos los escritos que tenía en su poder y le hizo prometer que le avisaría si llegaban más a sus manos y que preguntaría de dónde venían.
“De hecho, a los pocos días llegó un bulto mayor, y el senador Sig. llegó a saber que salían del mencionado pozo de trigo, por lo que en 1750 con unos pocos scudi logró tener en sus manos todo el resto del preciado tesoro”.
Los vendedores eran los sobrino nietos de Viviani, que la habían heredado su casa tras la muerte de Panzaninni y quienes, a pesar de que en ese mismo año Galileo finalmente había llegado a considerarse lo suficientemente respetable como para recibir una tumba honorable en una iglesia florentina, no compartían el respeto de su tío abuelo por el gran científico.
Vaciaron los armarios en los que el devoto discípulo había almacenado los manuscritos para darles un uso que les parecía mucho mejor -guardar manteles y ropa de cama- y buscaron la forma de ganar dinero con los, para ellos, inútiles papeles.
Nadie sabe cuánto se perdió, pero cuando Nelli apareció, aún tenían un contenedor grande rebosante de documentos que le vendieron felices.
Según Targioni Tozzetti, “el senador Nelli, una vez comprados los manuscritos, los ha reordenado y ha hecho los mayores estudios sobre ellos y, como una vez tuvo la amabilidad de decirme, ha escrito una extensa y razonada vida de Galileo, y de los discípulos más distinguidos de él, para ser impresa en conjunto con muchas de sus obras póstumas y las cartas; pero quién sabe cuándo sus muchas actividades políticas le permitirán hacerlo”.
No logró todo lo que quería pero sí publicó en 1793 “Vida y comercio literario de Galileo”, impreso en Florencia pero indicando falsamente que había sido en Lausana, por miedo a la censura eclesiástica.
La obra reconstruye los hechos biográficos del gran científico florentino desde su juventud a través del análisis riguroso de un número considerable de cartas, muchas de las cuales estan relacionadas con la publicación del Sidereus nuncius y el proceso inquisitivo.
Tras su muerte, ese mismo año, Venturi continuó su obra y, finalmente, el tesoro que Nelli halló por comprar mortadela, terminó en los Archivos florentinos.
Allí fueron utilizados por el más grande de todos los estudiosos de Galileo, Antonio Favaro, quien entre 1890-1909 produjo la monumental “Edizione Nazionale” de las obras de Galileo: 20 volúmenes impresos en 21 grandes tomos que son referencia indispensable para los eruditos galileanos serios.
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