En política, los símbolos sirven para decir lo que no se quiere o no se puede decir con palabras. Seguramente se habrán dado cuenta de que, desde la juramentación de su cuarto gabinete, el presidente Pedro Castillo ya no utiliza sombrero en sus apariciones públicas. No sabemos si se trata de una iniciativa propia o de sus asesores, pero quizá esta sea la mayor evidencia de que Castillo quiere dar por cerrada una etapa de su gobierno y abrir otra nueva.
En un ensayo publicado por el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) en agosto del 2021 (“El provinciano redentor. Crónica de una elección no anunciada”) sostuve que, para entender el triunfo electoral de Castillo, no bastaba con atender a los detalles de la coyuntura. Era necesario tener en cuenta también aspectos de larga duración, vinculados con la cultura política peruana. En concreto, atribuía parte de su éxito al hecho de haber sabido encarnar a un personaje arquetípico de la política peruana, al que llamaba el “provinciano redentor”. Los arquetipos políticos forman parte de los imaginarios colectivos de las naciones. Derivan de la particular historia de cada país y se sustentan en premisas que la mayor parte de los ciudadanos considera verdaderas y evidentes, aun cuando no siempre lo sean para un observador externo. Para los políticos, son una manera sencilla de posicionarse y transmitir sus mensajes, sobre todo para quienes, como Castillo, son poco conocidos por los electores a quienes quieren seducir.
El provinciano redentor es uno de los arquetipos políticos peruanos más arraigados. El punto de partida es un análisis dicotómico, que atribuye la responsabilidad del fracaso de las promesas republicanas a las élites capitalinas. Desde la Independencia, estas élites habrían dado rienda suelta a su codicia, su egoísmo y su falta de consideración hacia el resto de los peruanos. Su falta de compromiso con el país haría de ellos un tumor que habría que extirpar. En contraste, las provincias representarían al verdadero Perú, una reserva de valores e integridad moral llamada a regenerar la República.
Por supuesto, estoy simplificando. Los lectores interesados pueden encontrar estas teorías desarrolladas con más detalle en el mencionado ensayo. Lo importante es que este discurso dicotómico es asumido como cierto por gran parte de la población. Su éxito se debe a que encapsula una parte innegable de la realidad, tal y como la perciben y sienten cada día millones de peruanos. Incluso muchos de quienes viven en Lima lo comparten, lo que explica el atractivo que han tenido los múltiples provincianos redentores que han transitado por la política peruana. Augusto B. Leguía, Luis Miguel Sánchez Cerro, Juan Velasco Alvarado, Valentín Paniagua y Martín Vizcarra, cada uno a su manera, encarnaron este personaje.
El arquetipo del provinciano redentor suele surgir con mayor fuerza en momentos de crisis. Es entonces cuando se hace más evidente la necesidad de un caudillo llamado a limpiar la inmundicia de la política capitalina. Castillo exacerbó esta exaltación moral del provinciano, hasta convertirla en el eje central de su campaña. Su propio perfil personal facilitaba esta operación, a lo que se unió el acierto de comunicación política que supuso el sombrero, rápidamente convertido en el emblema de su condición de no limeño.
Esta alquimia, mitad espontánea y mitad conscientemente buscada, explica el genuino entusiasmo que su candidatura despertó en parte del electorado y la manera absoluta e incondicional con la que muchos sectores de la izquierda se plegaron a su liderazgo. Castillo era el provinciano redentor y el sombrero estaba ahí para recordárnoslo cuantas veces hiciera falta.
Transcurridos siete meses de gobierno, sobra decir que Castillo ha estado muy lejos de las expectativas que despertó su candidatura. Ni ha barrido con la corrupción, ni ha impulsado una regeneración moral de la clase política, ni ha promovido los intereses de los sectores más desfavorecidos. Su gobierno ha sido caos y confusión en los días buenos, y escándalo tras escándalo en los malos. Sin embargo, no se puede decir que haya renunciado a su papel emblemático. Más bien, al contrario: hemos visto durante este tiempo a un presidente mucho más cómodo en el papel de símbolo que en el de gobernante, como aquellos reyes hieráticos de la antigüedad, más interesado en sacar lustre a su personaje que en los mil molestos detalles que implica el desafío de gobernar.
Con el gesto de despojarse del sombrero, Castillo parece querer dar por cerrada esta etapa. En la mejor de las hipótesis, puede haberse dado cuenta de que convertirse en un símbolo viviente puede ser una buena estrategia para ganar unas elecciones, pero no basta para gobernar. Menos aún, en un país con la complejidad y las urgencias del Perú pospandemia. Quedan las dudas de si este giro será real y de si Castillo todavía está a tiempo de realizarlo. Es probable que la repuesta a ambas preguntas sea no. Pero el gesto de liberarse (creo que esa es la palabra adecuada) del sombrero merece ser tomado en cuenta.