La judicialización de la política es una actividad cada vez más cotidiana en nuestro medio. En gran parte, es también una evidencia de la crisis política y de la falta de consolidación institucional que nos aquejan cada vez de manera más profunda.
Nuevamente, ingresa en escena un personaje que saltó a una penosa fama impidiendo las elecciones del Colegio de Abogados de Lima con un amparo constitucional, proceso que hasta ahora sigue sin realizarse como consecuencia de dicha medida, y que repitió el mismo libreto en el semestre pasado intentando paralizar nada menos que con una medida provisional de una jueza igualmente provisional la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional (TC), menoscabando una vez más una de las competencias exclusivas y excluyentes del Congreso. Ahora, luego de su brevísimo y azaroso paso por uno de los ministerios más sensibles –el de Defensa, del que ha salido a trompicones por el escándalo de los ascensos en las FF.AA.– aparece protagonizando un nuevo amparo, esta vez solicitándole al Poder Judicial que detenga y anule el trámite de la vacancia presidencial que está en giro en el Congreso. Nada más y nada menos.
El amparo nació en nuestro derecho constitucional con el artículo 69 de la Constitución de 1933, bajo la fórmula del “hábeas corpus para todos los derechos individuales y sociales reconocidos por la Constitución”. Tuvo poca ejecutoria, sobre todo porque careció de desarrollo procesal. Paradójicamente, en 1968, en pleno gobierno militar, se le dio un desarrollo procesal a lo que la doctrina peruana llamaría luego el “hábeas corpus civil”.
Con la Constitución de 1979, el amparo adquirió nombre propio y, con la Ley 23506, su desarrollo procesal, a partir de lo que, con el retorno a la democracia, cobró gran auge y vigencia, consagrándose como un instrumento eficaz para la defensa primera de los derechos constitucionales de las personas afectadas. En el 2004 se redactó un Código Procesal Constitucional que, con su versión enmendada en julio pasado, desarrolla su andadura al lado del hábeas corpus, el hábeas data y la acción de cumplimiento como la “jurisdicción de la libertad” en nuestra justicia constitucional.
Y ese es el principal error de este amparo contra la vacancia presidencial –calco del anterior amparo contra la elección de los magistrados del TC– en donde el demandante no reclama una afectación para sí, sino que se arroga la representación de toda la sociedad para solicitar lo que, en puridad, es un control político del Poder Judicial sobre los actos del Congreso. Es decir, no alega la violación hacia él de un derecho fundamental por parte de una autoridad, como exige el amparo, sino que demanda sin fundamento constitucional verdadero por un derecho –que dice representar– en defensa del presidente Pedro Castillo, de que la vacancia se tramite de tal o cual manera, o de que el Congreso haga o deshaga lo que él solicita, sin evidenciar en su demanda –como en el caso anterior– una afectación directa a la esfera personal de sus derechos. Esto constituye un amparo notoriamente improcedente y supone una clara tergiversación –y hasta una perversión– de la naturaleza procesal del amparo. Para eso no está previsto en la Constitución y viola frontalmente el espíritu del artículo 200, inciso segundo, que lo consagra.
Estamos seguros de que, al margen de las manipulaciones de los servicios de justicia aprovechando su actual fragilidad en plena pandemia (con jueces provisionales o supernumerarios), al margen de los avatares políticos que tienen su propia vía de solución constitucional, el Poder Judicial cobre la suficiente autonomía y entereza para no dejarse manipular tan groseramente con esta carencia de un contenido jurídico-constitucional esencial.