El sicariato es un delito de ferocidad, pues se mata por encargo a cambio de dinero o de prebendas; bien sea por venganza, por despecho, por razones políticas o para castigar a quien no se ha dejado extorsionar. Es un grave problema social que se está haciendo frecuente en cualquier momento y lugar, con un autor que procede con pasmosa frialdad en el convencimiento de su impunidad, de que el sistema legal no lo alcanzará, y lo más preocupante es que un gran porcentaje de sus ejecutores son menores de edad que tienen una responsabilidad jurídica restringida.
Ante esta situación se plantea que, para algunos delitos especialmente gravosos –como el sicariato–, el tratamiento de estos menores sea el que la ley concede a los adultos, reduciendo el mínimo de edad de responsabilidad penal de 18 a 16 años, para que puedan ser plenamente responsables de sus actos frente a la justicia penal, tal como sucede en algunos estados de Estados Unidos. Actualmente, los menores de 18 años solo reciben sanciones menores, y a quienes hayan matado por encargo no se les puede aplicar una pena mayor de seis años de internamiento en un centro para menores. ¿Qué pasaría si mañana aparecen sicarios de 14 años? ¿Seguiremos bajando la edad de imputabilidad?
El Estado evidencia una baja capacidad de respuesta para enfrentar las complejas situaciones que atentan contra la vida de las personas, bien sea blancos del sicariato, bien sea víctimas inocentes de las circunstancias, al no aplicar una política que considere el desarrollo de un proceso integral que actúe sobre el origen y los efectos de la inseguridad.
No es una cuestión limitada a aumentar la cantidad de policías en las calles, de incrementar las penas para los mayores o de bajar la edad para sancionar el sicariato juvenil. Es una cuestión compleja donde el principal objetivo es evitar que se forme una generación de sicarios juveniles, que luego se graduarán de mayores, y esto no se logrará disminuyendo la edad, sino combatiendo el crimen organizado, que es su mayor empleador, y fortaleciendo las familias.
La consecuencia en los niños que se crían sin afecto familiar en un ambiente de violencia física y psicológica es la deserción escolar. Jóvenes que incrementarán sentimientos de frustración y resentimiento hacia la sociedad buscando cubrir su fracaso o lograr sus expectativas con el consumo de drogas, haciéndose vulnerables al crimen organizado que se aprovecha de su fragilidad y necesidades para que “vivan el presente”, al no tener nada que perder, escogiendo dentro de los chicos sin futuro a los más avezados, donde juventud y droga se convierten en una eficaz fórmula para lograrlos más temerarios, letales y diestros en el uso de armas y el manejo de motos. Es lo que no se quiere ver ni, menos aun, controlar.
La solución pasa por fortalecer las instituciones básicas de la sociedad, por luchar frontalmente contra la microcomercialización de drogas, por realizar un control eficiente de las motos y sancionar drásticamente a quien utilice a los jóvenes como sicarios. Hay que cortar la cabeza de la serpiente y no tan solo su cola.
Se señala que la prioridad de la sociedad y del Estado son sus niños y adolescentes; sin embargo, el falso dilema ante este grave problema procura definir cómo sancionarlos. No nos debería preocupar tanto cómo sancionarlos o cómo recuperarlos, sino cómo no perderlos.