Los sismos representan uno de los fenómenos naturales que acompañan la larga historia del Perú: desde el tiempo en que fue construyéndose la estructura andina prehispánica, luego en los siglos virreinales y terminando en los últimos 200 años en los que viene transcurriendo su moderna vivencia republicana. Aunque la actividad sísmica en tiempos prehispánicos se revela escasa en fuentes escritas, se evidencia indirectamente en las construcciones líticas que, a lo largo del territorio, revelan la adopción de una compleja tecnología antisísmica. Los siglos virreinales muestran más bien un constante esfuerzo por consolidar los espacios urbanos, especialmente costeños, adecuando las alturas de las edificaciones y empleando mejores materiales de construcción. Con ello, se podía hacer frente a la constante amenaza del temblor, pero más aun al temor que acompañaba la probabilidad de ocurrencia de un terremoto, fenómeno calificado como “ruina”. Esta es una gráfica expresión que comprobaba la severa devastación material en que quedaban sumidos pueblos, villas y ciudades.
En tiempos republicanos –durante el crecimiento demográfico ocurrido desde la segunda mitad del siglo XX y los intensos desplazamientos migratorios que incidieron en una intensa expansión de las áreas urbanas–, sismos y terremotos siguieron causando temor, provocando mayor afectación humana y severos saldos de destrucción y muerte. Cada ocasión en que la sismicidad se tornó violenta, reveló dramáticamente la vulnerabilidad en que se hallaban pobladores y edificaciones. No obstante, existen avances con los que conocemos mejor los parámetros de ocurrencia sísmica y, con ello, la comprensión de sus manifestaciones: un proceso en el que el Estado ha implementado por décadas esfuerzos dirigidos a la ciudadanía con la acción del Instituto Geofísico del Perú (IGP), la entidad oficial y brazo científico del Estado en materia sismológica.
El IGP es el último y más institucionalizado eslabón de la firme cadena con la que se ha ido entendiendo mejor la sismicidad del Perú. Esta comprobación no es menor. Siendo costumbre en el Perú invisibilizar los logros del Estado y señalar ‘ad nauseam’ sus carencias, destacar la labor de una entidad científica que profundiza sus estudios, extiende sus estaciones de monitoreo en más lugares del territorio y que es cada vez más identificada por la ciudadanía, es una obligación moral e inaplazable. Vista en perspectiva, su labor de difusión es memorable. Está empeñado en advertirle a la población sobre lo que la evidencia científica provee a raudales: la amenaza sísmica en el Perú es constante; varía según regiones, pero es real.
El estudio científico de los sismos ha ido en paralelo a los esfuerzos de la ingeniería por hacer edificaciones más resistentes. Instituciones universitarias de prestigio estudian cómo mejorar materiales tradicionales o implementar técnicas que apuntan a lo esencial: preservar la vida y la propiedad. Las labores de atención posdesastre se han tornado más eficaces. Por ejemplo, la acción de las Fuerzas Armadas –vital en coyunturas en las que se comprometen vidas– y los circuitos económicos de un área son meritorios y dignos de agradecimiento. Sin embargo, no existe correlato eficaz en autoridades ediles, muchas de las que otorgan autorizaciones de construcción en lugares inapropiados, o en la ciudadanía, donde extensos sectores soslayan un tema que exige acciones domésticas de prevención.
Los sismos suscitan temor, pero también curiosidad científica. Recorriendo rápidamente la historia peruana de los últimos cinco siglos, en un principio fueron científicos quienes, a título individual, hicieron de la observación sísmica uno de sus objetos de estudio. Con ella, entendieron las particularidades con que se manifiesta la naturaleza en el Perú. La lista de científicos no es abundante, pero sí muy significativa por la trascendencia de sus obras: José de Acosta, a fines del siglo XVI, en “Historia natural y moral de las Indias” (1590), ofreció tempranas observaciones e interpretaciones de la sismicidad; el médico Cosme Bueno, desde su condición de Cosmógrafo Mayor del Perú en el siglo XVIII, daba cuenta de sus observaciones en el “Conocimiento de los Tiempos”, la publicación científica oficial de más larga vigencia en el Perú; o Hipólito Unanue, cuando a inicios del siglo XIX, en sus “Observaciones sobre el clima de Lima”, (1806) entendía el origen de los sismos por la acción de los “vientos” en el interior de la tierra, particular teoría de origen aristotélico entendida como la teoría neumática de los sismos.
La institucionalización de la observación sísmica se revela en los esfuerzos posteriores a la Guerra del Pacífico, primero con la acción de médicos desde la Municipalidad de Lima y la Academia Nacional de Medicina, y luego con la creación del Servicio Sismológico del Estado en 1924, embrión de todos los esfuerzos de sistematización de observaciones sísmicas del siglo XX.
Los sismos han sido constantemente observados y estudiados, vividos y temidos. Difícil hallar un fenómeno que esté tan arraigado en la experiencia y la memoria de grandes sectores de la población nacional. Aún hay tareas pendientes en cuanto a la focalización de la amenaza sísmica en el Perú. Entre ellas; conocer mejor la sismicidad histórica en la Amazonía, ampliar las redes de monitoreo y, la más importante, arraigar en la población la urgencia de conocer mejor su entorno inmediato y, con ello, detectar sus puntos inmediatos de vulnerabilidad, doméstica y pública. Más allá de las veleidades de la política y de quién ejerza el poder, la naturaleza impone sus condiciones. Desoírlas es necedad; acatarlas, necesario.
* Además de ser historiador, Lizardo Seiner también es autor de “Historia de los sismos en el Perú”.