Saquemos cuentas. ¿Cuántas denuncias al día ve en sus redes sociales? ¿Cuántas de ellas se viralizaron o, mejor dicho, trascendieron más allá de su red de contactos hasta llegar a la agenda pública o conllevaron procesos legales? Ahora bien, vuelva a examinar ese número y pregúntese, ¿cuántas de ellas se perdieron con el correr de las notificaciones o simplemente no volvió a saber más? Cuando hacemos la operación numérica el resultado es desalentador.
Pareciera que hubiésemos cambiado al efectivo policial por el muro de nuestra red social, la denuncia en tercera por la primera persona y la comisaría por nuestro ordenador.
Si pensamos en un denominador común, la mayoría acusa algún tipo de impedimento de ejercer nuestro derecho a la ciudad, de apropiarnos de ella y de participar libremente de la producción del espacio urbano y en donde no hay distinción entre lo individual y lo colectivo. Sin embargo, con el correr de los últimos años, empleamos nuestras redes privadas como ventanas hacia lo público, esperando ser oídos o que nuestra voz pueda ser amplificada. Apelamos a que nuestra esfera privada cale en la pública y, aunque en estos tiempos el límite entre una y otra es cada vez más difícil de diferenciar, ¿puede algo en el orden de lo privado reconfigurar la arena de lo público? Intentemos ensayar una respuesta.
No es difícil darse cuenta de que –en términos de urbanismo– la teoría social ha priorizado el estudio de lo público sobre lo privado. Sin embargo, esta predilección ocluye relaciones de poder que se gestan en lo segundo y que se replican en lo primero. Basta comprender que las ciudades están hechas de hogares y que las relaciones que se dan dentro de ellas tienen implicancias en la producción del espacio público no como opuestos, sino como extensiones de lo privado en lo público. Así, un abuso que sea cometido en lo público sería una réplica de las jerarquías, arbitrariedades y taras que ocurren en el espacio privado.
Me explico. Frente a un caso de abuso en la esfera privada, lejos de ser denunciado, en su mayoría queda impune gracias a la complicidad del silencio. De esta manera, dicha reserva que ocurre en el hogar es legitimada y entendida como la regla de juego frente a abusos del mismo tipo en la esfera pública: una complicidad naturalizada e indulgente con la transgresión, pero recta con el escándalo.
Un ejercicio peligrosamente parecido ocurre en los medios digitales. Si estos son ese espacio privado que replica las relaciones de poder en lo público, se vuelven así tolerantes con el delito pero intransigentes con el escándalo. Si no, pensemos en el tratamiento de una denuncia hecha en redes sociales. Por ejemplo, aquellas contra las empresas de taxi por aplicación. El receptor de la denuncia se dispone a combatir el escándalo, pero poco o nada de su acción se dirige para contrarrestar el delito, al igual que todos aquellos que interactuaron con la denuncia: bajo la consigna de amplificar la queja a modo de escándalo, encargaron su acción cívica al botón “compartir”, creyendo que con ello la acción legal llegaría. ¿Acaso hemos ahogado esa voz bajo el ruido de la sobreinformación o de las ‘fake news’?
Se perdona el pecado pero no el escándalo, reza una frase que nos muestra cómo en las redes sociales no hay denuncias, sino escándalos; no hay participación, sino solo interacción. Y lo más complejo radica en que parece haberse vuelto nuestro mecanismo de defensa contra los abusos en búsqueda de ejercer nuestro derecho a la ciudad.
Si bien este escrito parecería acusar al actor de las redes como alguien incapacitado de ejercer su poder político, nada es más falso. Estas son potencialmente un dispositivo para demandar nuestro derecho, claro está. Entiendo nuestra búsqueda no desde la cantidad y viralidad de los escándalos, sino desde la intensidad y durabilidad de la denuncia. Es nuestro deber examinar que la interactividad es característica de las tecnologías, pero no por ello existe una participación de sus miembros. Tal vez las redes sociales nos invitan a hacer el paso de una sociedad de la indignación a una de la acción.