“Empresarios de alto riesgo”, así es como muchos analistas llaman a los traficantes de drogas. Y no les falta razón. Este negocio, por su carácter ilegal, necesita más que cualquier otro de una cobertura política (protección de congresistas, ministros, asesores y funcionarios en puestos claves), de seguridad (elementos corruptos de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional), del sistema financiero y, finalmente, si por excepción a la regla les salieran mal las cosas, asegurarse la impunidad comprando a fiscales y jueces. Todo este aparato tuvieron y tienen los narcotraficantes en el Perú. Y no es un problema nuevo, lo venimos arrastrando hace 40 años.
En el último decenio en el Congreso se han formado muchas comisiones para entender la naturaleza de la corrupción y de la penetración del narcotráfico en el Estado durante la década de 1990. Se recuerdan las comisiones Waisman, Townsend y Herrera. Las conclusiones de sus informes son recurrentes: ministros, altos mandos militares, policiales, jueces y fiscales fueron parte de organizaciones nacionales e internacionales de tráfico de drogas.
Durante el gobierno de Paniagua (2001), se produjo una extraña alineación de los astros que permitió dar una exitosa contraofensiva a esa maquinaria corrupta. Los siguientes gobiernos abandonaron este esfuerzo y, como no podía ser de otra manera, volvimos a lo de antes.
Ahora el Perú es, nuevamente, el primer productor de drogas cocaínicas. Se exportan más de 300 toneladas anuales. El 60% se procesa en el Vraem, justo en la zona donde el gobierno ha invertido, en materia de seguridad, más de S/.4 mil millones en los últimos años.
El promedio histórico de las incautaciones de cocaína nunca ha superado el 10%. Este año, aun con las delirantes cifras del ministro Daniel Urresti, no será la excepción. Mi hipótesis es que esta cifra baja no es por falta de recursos sino por corrupción pura.
En este contexto, gatillado por los casos de supuesto apoyo de algunos congresistas a los “empresarios de alto riesgo” y de narcocandidatos, el Congreso quiere formar una comisión que investigue la relación del tráfico de drogas con los partidos políticos. El problema es que en las regiones no hay partidos políticos. Lo que tenemos son agrupaciones formadas coyunturalmente para cada proceso electoral y que nunca se sabe, igual que en los llamados partidos nacionales, el origen real de su financiamiento millonario.
Muchos personajes que llegaron al Parlamento compraron una ubicación en la lista de candidatos. ¿Esta comisión los interrogará para que confiesen el origen de ese dinero, del que gastaron durante su campaña y a los intereses reales que representa? Otorongo no come otorongo.
Sin embargo, tal vez se podría rescatar la preocupación de la actual mesa directiva y recomendarle que sobrevuele el Vraem, especialmente la parte del Ene, y pregunte al Comando Conjunto y al ministro de Defensa cómo hay narcopistas tan cerca de algunas bases contraterroristas. Y también: ¿Cómo la zona de mayor concentración militar y policial es, al mismo tiempo, la de mayor producción y exportación de cocaína?