El reto principal de Pedro Castillo durante su estadía en la presidencia de la República fue durar en el cargo y para ello tuvo que recurrir al Congreso en la búsqueda de los votos suficientes para impedir la temida vacancia por incapacidad moral. No le fue mal. Sus habilidades de sindicalista le permitieron –'niños’ de por medio– ampliar su apoyo más allá de los aliados ideológicos de ocasión, hasta que decidió patear el tablero de las reglas democráticas, rompiendo el statu quo castillista.
El problema de esta estrategia fue que el profesor chotano olvidó que el gobierno va más allá de los conciliábulos con políticos mediocres e interesados, como él, en el aprovechamiento económico que permite el poder temporal. La corrupción implícita en esta forma de hacer política y el abandono de la gestión pública en manos de filibusteros e incontinentes verbales horadó su legitimidad ante buena parte del país que comprendió pronto que el campesino que llegaba para cambiarlo todo representaba más o menos lo mismo que los políticos tradicionales de siempre.
En cambio, el reto mayor de Dina Boluarte es el territorio. Es decir, llegar a ejercer el gobierno de forma efectiva en todo el país y especialmente en las zonas de resistencia del sur andino. A diferencia de Castillo, que obtuvo las adhesiones que requería en el centro de la política nacional que es el Congreso, Boluarte tiene ante sí una tarea más compleja. La construcción de su legitimidad real no depende del cumplimiento de las reglas de sucesión presidencial, sino de la capacidad de alcanzar una convivencia democrática con los actores de la periferia, sin tener que recurrir a los estados de emergencia ni seguir desmotando la institucionalidad como hizo su predecesor.
El problema de la nueva presidenta fue creer que tras la caída de Castillo bastaba con voltear la página y que para gobernar en tiempos turbulentos era suficiente contar con la complacencia de la clase política nacional y volver a la época dorada de la tecnocracia. Por ello, en lugar de brindar una respuesta acorde con la demanda de renovación política y así desactivar la protesta que se instaló en los territorios, optó por una gobernabilidad que se sostiene en el apoyo de las fuerzas de seguridad y el ‘establishment’. Eso sirve, pero solo para tranquilizar el ánimo de la Lima moderna y algunas ciudades de la costa, y de paso arrancar el aplauso de sectores nostálgicos del autoritarismo fujimorista vestido de verde olivo.
Asimismo, instalado ya el horizonte electoral, el gobierno de Dina Boluarte tiene ante sí el desafío perentorio de dotar de contenido a su gestión transitoria, tal como ocurrió con Francisco Sagasti, que encontró en la atención de la pandemia y la llegada de las vacunas el sentido para justificar su fugaz presencia en la Casa de Pizarro.
Por otro lado, es crucial que el Congreso de la República adquiera un mínimo de sentido de la realidad y empiece a actuar con sensatez democrática, mirando todo el país y no solamente sus barras bravas. Ello pasa por mostrar empatía con la ciudadanía que se ha expresado en las últimas semanas y ofrecer una alternativa de adelanto electoral más cercana en el tiempo, tal y como lo demandan 8 de cada 10 peruanos. Abrir la posibilidad del cambio político en algún momento del año 2023 puede significar el inicio concreto de un periodo de transición y no esta suerte de agonía política de año y medio.
Además, una decisión de este tipo sería una respuesta directa al conflicto político y la confrontación que amenaza con reiniciar, alejando al Parlamento de las voces antidemocráticas que creen que seguimos en los años ochenta y ven terrorismo donde solo hay indignación y actos vandálicos. Por supuesto, también significa dejar de lado ese radicalismo que exige una revolución cuando no ha sido capaz de implementar ninguna política pública relevante durante su estadía en el gobierno castillista.
A su vez, los congresistas deben entender que la principal razón de su profundo desprestigio no está en las confabulaciones de sus críticos o el trabajo de la prensa, sino en esa práctica persistente de búsqueda de ventajas particulares, como demuestra el caso de la Sunedu. En esta línea, harían bien los integrantes del Congreso en someter a la aprobación ciudadana las propuestas de reforma política que tienen previsto discutir y aprobar en los siguientes meses. Esta es la única manera de otorgarles legitimidad para que no acaben siendo un nuevo obstáculo en la reconstrucción de nuestro sistema político.
Tras más de un lustro de crisis y confrontación inacabables, finalmente el 2023 será el año que pondrá a prueba el modelo peruano de crisis política y crecimiento económico. De la clase política dependerá si iniciamos una verdadera transición democrática o si más bien seguimos resbalando hacia otro abismo autoritario.