Uno de los principios esenciales de los regímenes políticos constitucionales es el principio de la separación y el equilibrio de poderes, que nuestra Constitución acoge en el artículo 43, al disponer que el Estado debe organizarse conforme a dicho principio. Sus alcances se materializan en las reglas que conforman nuestro régimen de Gobierno, así como en las competencias y funciones que se establecen para los clásicos poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), los organismos constitucionales autónomos (Tribunal Constitucional, Defensoría del Pueblo, contraloría, entre otros) e, incluso, los gobiernos descentralizados.
En ese conjunto, son particularmente relevantes las normas que regulan las relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso, dado que en ambos se encuentran representadas las principales fuerzas políticas del país y que dichas normas constitucionales buscan que el ejercicio de sus funciones se conduzca por cauces razonable. Esto no sucedió el lunes por la noche, cuando el Congreso adujo la causal de vacancia por incapacidad moral permanente del presidente, prevista en el artículo 113 inciso 2, y tomó tal decisión.
Como se ha venido debatiendo desde la segunda quincena del pasado mes de setiembre –cuando el Congreso intentó por tercera vez, en un mismo período de gobierno, vacar al presidente–, la causal de incapacidad moral permanente es una categoría abierta, cuya interpretación debe ser restringida. Pero si se busca ser consistente con el marco constitucional taxativo, que regula la responsabilidad penal y política del presidente, este solo puede ser acusado y, por ende, sancionado en los supuestos enunciados en el artículo 117 de la Constitución (traición a la patria, impedir elecciones, impedir el funcionamiento de órganos electores, etc.). Estamos, pues, ante una causal excepcionalísima que debe aplicarse en escrupulosa armonía con el principio democrático y el respeto a los derechos fundamentales.
Esto no sucedió el lunes por la noche, cuando el Congreso redujo el principio democrático únicamente a la regla de la mayoría –105 votos–, sin tomar en consideración que la democracia constitucional también exige respetar el derecho al debido proceso, así como los principios de razonabilidad y proporcionalidad en la aplicación, incluso, de sanciones políticas, que es como finalmente el Congreso ha interpretado la incapacidad moral permanente.
Ciertamente, el diseño de nuestro régimen constitucional de gobierno, no es perfecto. Requiere ser repensado y reformado cuando exista el consenso constitucional necesario. Sin embargo, la decisión adoptada hace dos días por el Congreso ha avasallado directamente el principio de separación y equilibrio de poderes, afectando el principio democrático, para concentrar todo el poder del Estado en un solo órgano. El Congreso no ha querido comprender y adecuar su conducta a su condición de poder constituido –tampoco lo ha venido haciendo en su actividad legislativa–, quebrando, como en tiempos que se creían superados, el orden constitucional.
En este escenario irregular se ha llevado a cabo la sucesión constitucional en la presidencia, y si el Congreso y el actual jefe de Gobierno desean volver a los cauces de la Constitución y dar algún nivel de confianza a la ciudadanía, deben centrar su labor y esfuerzos en garantizar elecciones libres y transparentes, conformar un gabinete plural y calificado que gestione la crisis sanitaria y social para proteger a las personas y sus derechos, a la par que evitar tomar decisiones trascendentales para la vida del país, como sería insistir en la elección de los futuros magistrados del Tribunal Constitucional. De insistir en la elección del órgano constitucional que controla sus decisiones y equilibra el poder estatal, alejaría al Perú de su aspiración de convertirse en un Estado constitucional y democrático.