El escándalo de las “vacunaciones VIP” es uno de los golpes más duros para el país. Lo que se ha revelado es de una bajeza indecible. Si la indignación ciudadana no se traduce en un estallido social probablemente sea por el temor que genera esta segunda ola o porque el calibre de estas revelaciones golpea duramente la moral ciudadana. Estamos tan hastiados como desesperanzados.
Escándalos de corrupción, lamentablemente, hay muchos; pero, descubrirlos en tiempos en que el país se asfixia y las familias lloran pérdidas irreparables no tiene nombre. Sospechas de corrupción sobre obras, adquisiciones y licitaciones ha habido a lo largo de la pandemia. Pero ninguna ha desnudado los privilegios que unos pocos gozan en una sociedad tan desigual como el llamado “Vacunagate”.
Aunque todo acto de corrupción es nocivo y en este contexto cuesta vidas, nada indigna más que centenas de personas accediendo por lo bajo a un bien que nadie puede siquiera imaginar que existe. Porque no es, como ha pasado en otros países, que haya gente saltándose la cola; es que un puñado de personas se hizo de este beneficio cuando nadie más podía.
Si bien la indignación se concentra en el gobierno, este escándalo dista de ser parte de un esquema peliculero donde un partido lo controla y reparte todo. No, lo que vemos son dos instituciones con una solidez que ya quisieran los renglones de la Constitución: el patrimonialismo y la argolla. Quizás por ello una de las frases del Dr. Málaga va a pasar a la historia: “No se trata de privilegios. Se trata de que así funcionan las cosas”.
Por ello, lo que indigna no solo es el manejo de recursos públicos o comunes como si fueran particulares, sino que estos sean repartidos entre contactos, entre familias y colleras. Esa exclusividad (“VIP”) repulsa a muchos. Para el ojo público no es lo mismo que una persona recurra a favores para acceder a atención médica urgente que otra aprovechándose de su cargo o estatus en la sociedad para obtener un trato preferente, incluso amenazando a quienes se resisten.
Es importante que este escándalo implique a las altas esferas de la administración pasada, pero no lo es menos que dicho gobierno gozara hasta hace poco de un respaldo mayoritario respecto a su manejo de la pandemia. Un presidente cuyo liderazgo en tiempos de crisis (sanitaria o política) le había llevado a conectar con una ciudadanía falta de representación. Una ciudadanía hastiada que, después de mucho tiempo, sentía confianza por un político.
Esta relación no es nada despreciable en un país con una crisis política como la nuestra. Pero cuanto más alta es la confianza, más duro resulta el golpe. Y aunque la popularidad de Vizcarra ya no es la que era, ni el caso Swing, con todo su histrionismo, pudo lo que ha hecho esta vacunación a escondidas.
La mala noticia es que la caída final del expresidente también trae problemas para la democracia peruana. No solo por la decepción que genera en un porcentaje importante de la ciudadanía, sino también porque quienes hoy desempolvan sus sables a raíz del escándalo son precisamente aquellos que buscan valerse de cualquier motivo para crear vacíos de poder y entronarse a como de lugar en el poder.
Hoy tenemos motivos para desconfiar de todo. Ya no solo hay que preocuparse por los mismos de siempre, sino también por autoridades aparentemente probas. Sin embargo, hoy más que nunca debemos resistir la desesperanza y estar alerta ante la impunidad o el aprovechamiento de la crisis. Como sabemos, el mal gobierno siempre se beneficia de la resignación y la apatía.