La retribución, especialmente como fue formulada por Immanuel Kant, considera que se castiga al criminal para restaurar el equilibrio moral que su crimen ha alterado. La idea es que cualquier mal inmerecido que infliges al otro, te lo infliges a ti mismo, y la sociedad debe garantizar que así sea. Para ser justa, entonces, la retribución debe ser proporcional a la falta. La justicia retributiva que se aplica a sucesos individualizados, no obstante, pierde sentido en el caso del genocida porque no hay forma de lograr la proporcionalidad. No hay castigo que logre resarcir los múltiples homicidios cometidos. Visto de esta manera, los 29 años de cárcel de Abimael Guzmán no son nada.
Es por esta razón que algunos creen que el castigo a un genocida –la cadena perpetua, por ejemplo– cumple más bien una función disuasiva. Este planteamiento se fundamenta en la lógica instrumental. Es decir, un cálculo racional en el cual mido las consecuencias de cometer o no un crimen (costo-beneficio). El problema es que los militantes de movimientos extremistas no se guían por esta lógica, sino más bien por lo que Max Weber denominaba la racionalidad valorativa. Es decir, el comportamiento se hace con arreglo a ciertas finalidades y no a beneficios individuales.
De ahí que la sentencia de Abimael Guzmán no lograra plenamente la retribución o la disuasión. Considero, sin embargo, que sí tuvo efectos prácticos y simbólicos de enorme magnitud. En términos prácticos, redujo sustancialmente los actos terroristas al descabezar a una organización basada en el culto a la personalidad. Mientras que simbólicamente significó la victoria de la democracia sobre un grupo que quiso subvertir al Estado de derecho. Su captura fue realizada mediante el uso legítimo de la investigación e inteligencia policial. Más adelante tuvo un juicio que respetó el debido proceso y su sentencia fue ratificada.
Tras la muerte de Guzmán, muchos analistas han advertido que no ha muerto el ‘pensamiento Gonzalo’, dejando entender que la captura del líder senderista fue insuficiente. Aducen que es una ideología que se difunde entre los jóvenes en universidades y escuelas, teniendo llegada en aquellos incautos que no conocen la historia del país. Las barbaridades cometidas no son conocidas debido a un fenómeno que llaman el “negacionismo comunista”. Es decir, una conspiración intencional que oculta las trágicas consecuencias del comunismo internacional.
No creo que este sea el factor esencial detrás del desconocimiento de muchos jóvenes. Ha sido otro el negacionismo que ha impedido un tratamiento integral del trauma. Es uno que se expresa de diversas maneras, pero del que me gustaría mencionar tres de sus formas principales.
“No se puede aducir que los factores estructurales jugaron un papel importante en la subversión”. En otras palabras, todo se explica por la insania de Guzmán y sus huestes, nada tiene que ver el entorno. Es la negación de un hecho constatado por las ciencias sociales desde décadas atrás: a mayor desigualdad, mayor conflictividad. Genera un caldo de cultivo que puede tener diversos desenlaces, pero el conflicto siempre está presente en ellos.
“No hubo terrorismo del Estado, sino lucha del Estado contra el terrorismo”. Una negación de hechos documentados hasta la saciedad, inclusive con algunos judicializados durante los difíciles años 80. Como bien señaló Mario Vargas Llosa en el 2009, ante la oposición a la construcción del Museo de la Memoria (hoy LUM), el proyecto despertaba “mucha hostilidad” porque “hay sectores recalcitrantes que estuvieron vinculados a las matanzas” que no quieren que sea documentado.
“‘Terruco’ es todo aquel que pretende cuestionar el funcionamiento del modelo económico, en cualquiera de sus posibles dimensiones”. Hasta hace unos años, solo se ‘terruqueaba’ a integrantes de la izquierda, ahora hasta al centrista más moderado. ¿El resultado? Se ha devaluado y banalizado el término a tal punto que ha perdido el peso condenatorio que debería tener.
Me queda claro que no estaría escribiendo estas líneas si –como nación– le hubiéramos prestado atención al informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Debió ser el punto de partida de un debate en cada rincón del país. Solo así entenderíamos lo que tendríamos que construir para garantizar el ‘terrorismo nunca más’.