El acuerdo de paz que el Gobierno colombiano y las FARC negocian de nuevo en La Habana parece ir adquiriendo el aroma de los hechos consumados. No porque las partes tengan ya un acuerdo final —que aún no tienen—, sino porque ahora es más claro que nunca que de verdad lo quieren.
De no ser así, no habrían conseguido superar la crisis ocasionada por el extraño secuestro del general Alzate, un episodio no del todo esclarecido que bien pudo aniquilar el proceso de paz y sobre el que no parece fácil descartar la hipótesis de un intento de sabotaje. En cualquier caso, a pesar de tener argumentos para oponerse —las negociaciones se adelantan sin cese de hostilidades—, las FARC accedieron sin demasiada demora a la exigencia del presidente Santos de liberar al general, lo que ha terminado por vigorizar notablemente al proceso.
Sin embargo, la repentina sensación de que esta paz sí es alcanzable produce también un paradójico efecto anticlimático: ya no hay paz con las FARC que resulte suficiente. Porque el conflicto que mejor define hoy las tensiones políticas en Colombia no es tanto con la guerrilla como con el ex presidente Uribe y la visión que él representa y que muchos comparten.
De alcanzarse el punto en el que resulte necesario ratificar popularmente un eventual acuerdo de paz, los colombianos se encontrarán nuevamente en el crispado estado de polarización que ya vivieron en esa suerte de simulacro de referéndum que fueron las últimas elecciones presidenciales, con el país dividido entre quienes apoyan a Juan Manuel Santos en su difícil apuesta por la paz y quienes se oponen a ella siguiendo a Álvaro Uribe, ferviente detractor de toda paz que no suponga la capitulación del enemigo.
Quizá nada simbolice mejor este agudo contraste que las reacciones a la foto en la que el general Alzate aparece dándose un poco efusivo abrazo con el comandante guerrillero que gestionó su liberación. Mientras algunos interpretan la imagen como señal de que la reconciliación es posible, el senador Uribe la encuentra degradante y hay quienes consideran que el solo gesto convirtió al general en un traidor. Hay, pues, quienes pueden imaginar la convivencia y quienes no pueden tolerar ni siquiera la idea de esta. La foto es una sola, pero su significado pasa de la esperanza a la injuria, dependiendo de quién la mire.
Con todas sus dificultades, acabar con el enfrentamiento bélico será la parte fácil. La verdadera prueba para Colombia pasará por demostrar que su sistema político es capaz de incorporar a los representantes de la guerrilla —y a sus ideas— a un juego democrático acostumbrado a un rango de discusión mucho más acotado. El desafío es formidable: una cosa es sitiarlos; otra muy distinta es hacerles sitio.