Una vez más estamos en temporada taurina y los aficionados tenemos comprometidas las tardes de domingo (y, a veces, también la del sábado) para asistir a esta fiesta que nos fascina.
Hemos visto faenas extraordinarias, como la de Enrique Ponce y la de Sebastián Castella (dos orejas cada uno), que nos han hecho vibrar y que no olvidaremos. Por otra parte, hemos tenido la gran satisfacción de ver tanto toros como toreros peruanos de gran calidad. En la primera tarde de la feria, con el mano a mano entre dos novilleros nacionales, Joaquín Galdós y Andrés Roca Rey, comprobamos que el Perú prometía mucho para los próximos años. Y el matador de toros Alfonso de Lima, quien había merecido formar parte del cartel nada menos que con Ponce y Castella, se desempeñó muy valientemente y habría recibido también una oreja si hubiera matado adecuadamente.
Sin embargo, los antitaurinos –como avezados aguafiestas– no pierden la ocasión para alborotar con su desaprobación, atribuyendo a las corridas todas las perversiones imaginables. Atribuciones ciertamente inconsistentes con su propia conducta, pues no tienen ningún problema de conciencia por comer el lomo de un toro que ha sido “asesinado” en su juventud (varios años menor que el toro destinado al ruedo) o la pechuga de un pollo al que mataron rompiéndole el cuello o un ceviche hecho con un pez al que se le ha enganchado por la boca y luego ha sido descuartizado. De ahí que la acusación antitaurina de inhumanidad no parece venir de personas moral y racionalmente capaces para sancionar las corridas de toros.
Pero estas incongruencias me han llevado a hacerme las preguntas opuestas: ¿por qué me gustan las corridas de toros?, ¿cuáles son las razones del placer que siento desde mi barrera de Sol? Y encuentro cuando menos dos razones marcadamente humanas.
La primera, porque una buena faena taurina es un monumento a la racionalidad del ser humano, que lo distingue del animal. El torero aprende a enfrentarse con un simple trapo en la mano a un animal, muchísimo más grande y poderoso, armado de dos agresivos cuernos. Lo estudia y logra dominarlo, lo hace pasar alrededor de él, proclamando así el triunfo de la razón sobre la fuerza bruta, la victoria del ser humano sobre el animal. Y todo ello con un riesgo grande porque sabe que al menor descuido puede recibir una cornada que acabe con su vida.
La segunda, porque esa fiesta de la razón se realiza en un marco que también es exclusivamente humano: la estética. El torero realiza su faena creando belleza, con arte, es decir, produciendo un espectáculo hermoso. Puede decirse que esto también lo logra el ballet, pero sin necesidad de matar un animal. Sin embargo, tal afirmación desconoce la primera de las razones que hemos dado y que es la principal: la demostración del triunfo dramático de la racionalidad humana sobre la animalidad.
Prácticamente en todas las religiones se ha practicado el sacrificio de animales como una forma de agradar a Dios. En el caso de las corridas de toros, nos encontramos con una suerte de sacrificios de animales que tiene por objeto respaldar la seguridad del hombre en sí mismo así como su posibilidad de producir belleza.
No pretendo convencer a los antitaurinos como tampoco creo que ellos deben esperar ganarles la partida a los taurinos. Pero si hay algo importante en una civilización democrática es la libertad: los taurinos debemos ser libres para acudir a la plaza de toros si nos provoca, sin ser perturbados; y los antitaurinos están en todo su derecho de criticar las corridas de toros... siempre que lo hagan en forma correcta, apartándose del parecer de los taurinos, pero sin pretender obstaculizar la fiesta o abolirla solo porque ellos piensan distinto.