Vivimos un ‘boom’ de números. La mayoría referidos a la actualidad, pero también se desentierran datos que iluminan las penumbras del pasado. Siendo el quincuagésimo aniversario de la reforma agraria, sería pertinente preguntarnos qué hay de nuevo en cuanto a la historia de nuestra agricultura. Dos números sorprenden. El primero está referido a los dígitos históricos que gatillaron la reforma agraria y que se convirtieron en una de las estadísticas más potentes de nuestra historia política. La extrema desigualdad en la propiedad de la tierra era una realidad harto conocida y comentada durante siglos, pero recién en 1961, con la realización de un censo agropecuario, esa realidad fue convertida en un número. Según el censo, apenas dos mil familias poseían el 70% de la tierra agrícola mientras que casi un millón de familias vivían con menos de cinco hectáreas cada una. Las cifras, además, fueron avaladas por un grupo de expertos internacionales reunido en la Comisión Internacional de Desarrollo Agrario, reforzando su credibilidad y la sensación de que, por fin, se ponía una cruda realidad sobre la mesa y al descubierto. La cifra del censo fue llamativa y tuvo una fuerte influencia, quizá decisiva sobre el curso de las políticas, pero no fue una sorpresa. Al contrario, su potencia radicaba precisamente en la confirmación de percepciones subjetivas y sentimientos morales anteriores. La sorpresa vino unos años después, con el trabajo del economista José María Caballero, respetado profesor en la Pontificia Universidad Católica, miembro del Instituto de Estudios del Perú, especializado en economía agraria y simpatizante de la reforma. No obstante sus simpatías progresistas, Caballero refutó la cifra del 70% tomada del censo, y calculó más bien que la propiedad de los grandes terratenientes era apenas el 12% del total de tierra agrícola. Según Caballero, una cosa era el número de hectáreas de un fundo, otra la productividad de esa tierra. Sumar hectáreas sin distinguir si se trataba de tierra con o sin riego, o de tierra cultivable o solo pasto, era hacer caso omiso a enormes diferencias de productividad y rentabilidad. El error sería igual al de calcular un capital inmobiliario solo tomando en cuenta los metros de calle de una edificación, sin incluir el número de pisos. El cálculo de Caballero tomó en cuenta esas diferencias, y reveló una estructura de propiedad mucho menos desigual. El evidente acierto de su metodología ha sido confirmado por otros economistas. En un cálculo reciente, Eduardo Zegarra, de Grade, por ejemplo, considera que se necesitan casi cien hectáreas de pasto natural para poseer el valor de una hectárea de tierra irrigada en la costa.
La sorpresiva cifra de Caballero no desvirtuaba la existencia de la desigualdad, y más bien alentaba una mirada más completa a las ventajas no directamente productivas que podían tener los latifundios, especialmente para el control político, comercial y del agua en un territorio. No obstante, su cálculo fue un balde de agua fría para el argumento apasionado de una altísima concentración. Justificable o no, la medida de la reforma requería claramente de un conocimiento frío y técnicamente adecuado de la situación. Una segunda sorpresa estadística se refiere al crecimiento productivo del sector agropecuario durante los últimos dos siglos. Años de ninguneo han creado una muy baja expectativa en cuanto al futuro aporte de la agricultura al desarrollo general del país, acumulándose una lista de deficiencias e impedimentos que justifican ese pesimismo. Se reconocen períodos de éxito exportador agrícola, como los casos del azúcar y el algodón, y actualmente frutas y verduras, mientras que la agricultura para el consumo interno casi no es mencionada. En casi toda historia del sector, uno de los términos más repetidos es la palabra ‘crisis’. De allí la sorpresa que produce una reflexión elemental: si la población nacional ha aumentado de 1 a 32 millones de habitantes en el espacio de dos siglos, ¿cómo se ha podido alimentar a toda esa gente? Ciertamente, se ha producido un aumento en la importación de alimentos, pero dos tercios del consumo interno de alimentos sigue siendo producido en el país, mayormente por pequeños y medianos agricultores. Y además de alimentarnos, el agro produce más y más para exportar. El simple hecho del crecimiento poblacional, especialmente en las ciudades, es una prueba de que con o sin crisis, con o sin apoyo del Estado, la agricultura ha realizado una proeza, aumentando su volumen de producción más de cien veces, una tasa de crecimiento comparable al de los países más desarrollados. En el ring con Malthus, quien no se imaginaba una expansión sostenida de los alimentos, nuestros agricultores han ganado por K.O.