La coyuntura inmediata peruana, tan agitada, voluble y estridente, acapara nuestra atención; sin embargo, muchas veces, en el fondo, no hay mayor contenido. En todo caso, el seguimiento del último escándalo hace que se nos escapen debates más de fondo. No solo estamos ante serios problemas del Gobierno de Pedro Castillo; estamos ante problemas que afectan también la acción de la oposición y del conjunto de actores políticos. En realidad, estamos ante problemas de fondo de la democracia peruana en los que deberíamos concentrar nuestra atención.
Desde hace más de 20 años, los politólogos venimos llamando la atención sobre la debilidad de los partidos políticos. Pero parecemos haber llegado a un punto en el que hay tan pocos incentivos para la acción política, en el que se han perdido motivaciones ideológicas, programáticas e identitarias, que la política se ha poblado de actores con puros intereses particularistas, en donde esta aparece como un mecanismo de ascenso social o como la extensión de negocios o intereses privados. Así, una vez que se ocupan posiciones de gobierno, los partidos (o movimientos regionales) se revelan como redes precarias en las que se mezclan vínculos personalizados, redes de afinidad basadas en el parentesco o el paisanaje, la pertenencia a alguna asociación, la experiencia gremial o empresarial, en las que proliferan lógicas de patronazgo o clientelares. No hace mucho, los partidos solían contar con una capa de profesionales que contenían o daban una mínima estructura, o al menos había liderazgos interesados en lograr un mínimo de eficiencia, para lo que preservaban una mínima lógica meritocrática. Hoy, mucho menos. Y en cuanto a la oposición, en el Congreso proliferan los intereses particularistas, exacerbados por nuestro sistema unicameral, elegido territorialmente con voto preferencial. Lo mismo tiende a ocurrir en los consejos regionales y en los concejos municipales. No hace mucho, las dirigencias partidarias o ciertos líderes de bancada tenían la capacidad de “disciplinar” mínimamente a los representantes electos. Hoy esto se hace mucho más difícil.
¿La alternativa es la sociedad? No necesariamente. Los colegios profesionales, los gremios y asociaciones también adolecen de serios problemas de representación. Nuevamente, tienden a expresar intereses de pequeños grupos, no de los sectores que supuestamente representan. En la base de todo esto está una sociedad que se ha desvinculado del mundo político, generando un círculo vicioso: no hay participación, lo que favorece que grupos con intereses particulares controlen la política, lo que, a su vez, desincentiva la participación.
Además, algunas dinámicas recientes resultan especialmente preocupantes. En primer lugar, el crecimiento económico permitió el florecimiento de iniciativas muy innovadoras y positivas, pero también de muchas actividades ilegales e informales con vínculos cada vez más fuertes con la política. En segundo lugar, nos encontramos frente al desarrollo de una derecha extrema que amenaza los procesos democráticos y los avances en derechos, y que parece subordinar a sectores más moderados y liberales. En tercer lugar, presenciamos una lógica de comunicación política exacerbada por el uso extendido de las redes sociales y el declive de los medios tradicionales, en donde la atención política se concentra en escándalos y denuncias que alimentan respuestas reactivas, inmediatas en la comunidad política. Así, se pierde el horizonte del mediano y largo plazo.
Esta situación no ha surgido ayer, sino que es el resultado de un deterioro lento que afecta al conjunto de la actividad política. Este parece ser el dilema que enfrentamos hoy: no estamos satisfechos con el gobierno actual, pero las alternativas lucen iguales o peores. Hasta hace algunos años, la solidez de algunas áreas de la economía y del Estado permitieron un crecimiento que barrió “debajo de la alfombra” el impacto negativo del deterioro político. Hoy, el deterioro parece mayor e impacta directamente en las perspectivas de crecimiento.
Sin embargo, existen algunos focos de resistencia que impiden que el deterioro alcance niveles irreversibles: sectores que hacen un periodismo independiente; áreas del Estado, de la burocracia, más profesionalizadas, que se resisten a las lógicas más descaradas del patronazgo y el clientelismo; y cierta capacidad de reacción y movilización de la opinión pública, por lo menos en coyunturas clave.