La semana pasada comentábamos sobre los resultados de las últimas elecciones del Consejo Constitucional en Chile, en las que, en la derecha, el Partido Republicano ‘desplazó’ a otros partidos antes predominantes como Renovación Nacional o la UDI, y en la izquierda la coalición oficialista Unidad para Chile desplazó a actores tradicionales como la Democracia Cristiana o el Partido por la Democracia.
Solemos decir que en toda la región padecemos de problemas de representación, o en todo caso que las ‘viejas’ formas de representación están quedando atrás, sin que haya claridad sobre en qué dirección nos estaríamos encaminando. Si bien comparto la idea de que estamos viviendo cambios muy importantes en las formas de representación política en la región, conviene hacer distinciones y precisiones.
Tenemos países en los que hemos pasado por colapsos de sus sistemas de partidos. Algunos de ellos han reconstruido parcialmente su sistema, pero no en un sentido pluralista y democrático. Pensemos en el Perú con el fujimorismo de la década de los años 90, que desplazó a los partidos de la década anterior, o a Venezuela con el chavismo, que desplazó al sistema de partidos ‘puntofijista’. Más recientemente, en las últimas elecciones generales en Bolivia, el MAS aparece como el partido predominante, con mayoría tanto en el Senado como en Diputados, enfrentando a una oposición dispersa y con serios problemas de legitimidad.
En el otro extremo del espectro, en El Salvador, con Bukele, su partido Nuevas Ideas cuenta con mayoría absoluta en el Congreso y los protagonistas del bipartidismo previo cuentan con apenas representación (Arena obtuvo 14 escaños y el FMLN, cuatro, de 84 congresistas). México, con Andrés Manuel López Obrador, quien también cuenta en la práctica con mayoría en ambas cámaras, dejó atrás el tradicional sistema de tres grandes partidos (el PRI, el PAN y el PRD, que no han desaparecido, pero han quedado bastante disminuidos) y se ejerce una presidencia con fuertes componentes autoritarios. En estos casos podría decirse que se conformaron sistemas de partidos predominantes con liderazgos fuertes que cuentan con una innegable base de respaldo popular, pero ponen seriamente en riesgo el pluralismo y los equilibrios democráticos.
En otros países, las estructuras tradicionales de representación y patrones de relación clientelísticos siguen relacionando a la sociedad y el Estado. Paraguay parece un caso emblemático con el Partido Colorado. Y algo de eso parece seguir funcionando en Argentina con el peronismo.
Otro sería el caso de países como el nuestro, caracterizado por un “vaciamiento democrático”, como han señalado mis colegas Alberto Vergara y Rodrigo Barrenechea. Vivimos un serio problema de representación, en el que, en realidad, no contamos hace un buen tiempo con un sistema de partidos digno de ese nombre. El Perú es un caso extremo, como lo es también Guatemala, con una política muy personalista, sin partidos dignos de ese nombre, que en su mayoría son vehículos efímeros y circunstanciales que solo sirven como plataforma de lanzamiento de candidatos.
Otros casos parecen mostrar situaciones de transición, donde actores viejos no terminan de desaparecer y siguen teniendo relevancia, pero donde no se consolidan actores alternativos. En Colombia, en las elecciones legislativas del 2022, los viejos partidos liberal y conservador, junto con la coalición de izquierda en el gobierno, aparecen como los grupos parlamentarios más importantes, ciertamente en un escenario de alta fragmentación. ¿Evolucionará Chile por este camino? Si miramos las elecciones parlamentarias del 2021, el panorama sugiere una evolución gradual antes que una ruptura.
Brasil, con Lula, también sugiere una transición, ciertamente con mayores niveles de fragmentación. Si bien no cabría hablar de un ‘vaciamiento’ como en el Perú, ciertamente estamos ante problemas de representación y de gobernabilidad. En principio, los primeros atraen a los segundos, lo que se traduce en problemas de desempeño. Pero tampoco la relación es tan directa: el Perú destaca porque, en medio del desmadre político e institucional, mantiene una nada desdeñable estabilidad económica.