Bajo casi cualquier métrica, el 2023 se perfila como un año especialmente retador. Desde el frente internacional, son tres las principales preocupaciones: la inflación persistente –y la reacción necesaria de los bancos centrales para combatirla con firmeza–, la continuidad de la guerra entre Rusia y Ucrania, y los riesgos asociados a una economía china en desaceleración. En un escenario adverso, el FMI estima que la expansión del producto global sería de apenas 1,1% el siguiente año, tres veces menos que el promedio anual de crecimiento del mundo en las últimas dos décadas.
En el frente local, la incertidumbre es aún más grande. La debilidad del gobierno de la presidenta Dina Boluarte hace precario el equilibrio político de corto plazo. Es cierto que la violencia de las protestas parece haber cedido en los últimos días. Las vías bloqueadas se van liberando y algunos aeropuertos vandalizados se preparan para retomar operaciones. Pero tampoco se pueden descartar desenlaces con todavía mayor radicalización y decisiones política pésimas que los acompañen. Más aún, en el escenario más probable –de adelanto de elecciones para finales del 2023 o inicios del 2024–, el país volvería pronto a entrar en la espiral de incertidumbre que supone cada proceso de elecciones presidenciales y congresales. A nadie le puede tranquilizar pensar que –posiblemente– de aquí a apenas seis meses volveremos a estar viendo y analizando encuestas presidenciales.
En medio de la tormenta, proponer que el 2023 pueda también ser un buen año en términos económicos –o, por lo menos, uno aceptable– parece un despropósito. Y, aun así, a pesar de todo, tampoco es un escenario que se pueda descartar. Las razones son varias. Por ejemplo, aún con el golpe de la pandemia, el Perú mantiene fortalezas macroeconómicas envidiables –solo comparables con las de Chile en la región– que proveen el cimiento de cualquier proceso de crecimiento.
En segundo lugar, si se logra canalizar apropiadamente el proceso de adelanto de elecciones y la presidenta Boluarte mantiene el rumbo responsable que sugiere su selección de gabinete, el país podría gozar de aproximadamente un año y medio de relativa estabilidad, por lo menos hasta el siguiente cambio de mando. Ese es un plazo corto para estándares habituales, pero extenso si es medido con la vara de un país en crisis política que no da tregua desde el 2016. De hecho, desde entonces –y con la aparición del COVID-19 al medio– no ha habido un año y medio consecutivo de calma. Familias, empresarios, trabajadores, todos agradecerían el pequeño respiro dado por un gobierno de transición encargado de mantener el barco en marcha y de organizar el proceso electoral mientras se aprueba alguna reforma política. El riesgo es más alto que antes, pero hoy el freno de mano que tenía la economía peruana a causa del clima político tiene más chances de levantarse que hace un mes.
Por supuesto, no se debe pecar de ingenuidad en circunstancias como las actuales. Los escenarios dramáticos –que involucran más violencia o un quiebre constitucional– no han sido conjurados. No es un secreto la actividad de grupos organizados e ilegales que se benefician del caos y el desgobierno. El Perú podría estar condenado a continuar en esta guerra política intestina e ingobernabilidad crónica por más años aún. Todo eso es cierto, pero el punto aquí es que tal escenario no tiene por qué ser, necesariamente, el que el destino nos depara. Con buenas decisiones de por medio, también existe un escenario en el que se logra dar algo de estabilidad –siquiera temporal– a un país que no la tiene hace muchos años. A diferencia de hace tres semanas, hoy ese escenario sí está sobre la mesa.