Qué es lo más difícil para la convivencia, ¿no conocerse, o conocerse demasiado? Hace 200 años juramos sernos fieles hasta que la muerte nos separe, y efectivamente, sigue habiendo solo un Perú, pero amarnos y respetarnos todos los días ha resultado una lucha. Según el historiador Alberto Flores-Galindo, la república empezó mal: al finalizar el periodo colonial, la sociedad peruana era una sociedad “judicializada”, dijo. No había nadie que no estuviera mencionado en algún legajo judicial. Y el historiador Pablo Whipple ha documentado “la ferocidad de la prensa” limeña a fines de la colonia, cuyas calumnias eran parte de una cultura pleitista en la que “la gente decente se involucraba en violentas disputas sobre el control de propiedades”. Historiadores como Carlos Contreras se han referido a la “índole litigiosa” de la población rural. Lo que tenían en común los interminables pleitos entre limeños, entre comunidades indígenas, y entre ellas y los hacendados, era su íntimo conocimiento del uno al otro. Eran guerras entre vecinos que conocían sus vidas íntimas. Mi primer contacto con una comunidad indígena fue indirecto, conversando con un joven del Cuerpo de Paz que había trabajado cuatro años en una comunidad cerca al lago Titicaca. Me explicó que, cuando llegó y buscó donde hospedarse, no sabía que la comunidad se encontraba dividida, y que los de un lado no se hablaban con los del otro lado. Pero tuvo la suerte de encontrar una casa justo al medio, lo que permitió que fuera aceptado por ambos bandos.
La alta conflictividad entre peruanos puede ser atribuida también a la característica opuesta, al desconocimiento mutuo. Recordemos que en julio de 1821 éramos apenas millón y medio de personas, desparramadas en un territorio no solo vasto para esa población, sino con una de las geografías más desafiantes en el mundo. En ese vacío territorial, cada comunidad o pueblo era un mundo aislado. Conocer otros peruanos requería viajes de extraordinaria dificultad, riesgo y costo. El cusqueño Uriel García definió así la vida de los que vivían en esas aldeas: “La aldea es claustro montañero... cada pueblo es una cueva donde el hombre vive preso … cerrado a la comunicación”. Cabe notar que García escribía en 1929, tiempos casi modernos. Otro testigo de la incomunicación, aunque no intencional, fue José de la Riva Agüero, quien en 1912 realizó un viaje de varios meses a la sierra del Perú y Bolivia, y luego publicó un relato que se ocupa casi enteramente de los paisajes encontrados, expresando así, indirectamente, una absoluta falta de interés en la vida social y económica del peruano de la Sierra.
Sin embargo, los escritos de Uriel García y de Riva Agüero nos hablan de un Perú que, en los mismos años de sus publicaciones, empezaba una transformación gigantesca por efecto de la llegada de modernos medios de comunicación y transporte. Por coincidencia, en su nota “Hace 100 Años”, El Comercio de ayer nos recuerda el primer vuelo en aeroplano realizado entre Lima y Cusco, y en octubre del año entrante recordará, sin duda, los cien años desde el primer vuelo entre Lima e Iquitos realizado por Elmer Faucett, quien luego se volvió el pionero de la aviación comercial peruana. Los vuelos fueron particularmente dramáticos, pero el siglo pasado entero ha sido uno de saltos gigantes de interconexión –trenes, carros y carreteras, telégrafo, teléfono, y el Internet– a lo que debemos sumar la urbanización, cambios que en un abrir y cerrar de los ojos han producido un Perú radicalmente diferente en cuanto a la facilidad de la intercomunicación, física y digital.
Queda por ver si la nueva convivencia nos acercará anímicamente. Pero, como cualquier matrimonio, no bastará la cercanía física, y dependerá también de nuestra creatividad romántica, o sea, para crear símbolos y recuerdos y formas de reconocimiento que nos unan.