El jueves 11 de setiembre, Michelle Bachelet cumplió seis meses en su segunda presidencia. Durante la mañana, presidió un homenaje a las víctimas del golpe militar de Augusto Pinochet; en la noche se dirigió por cadena nacional a todos los chilenos. Terminaba el día con una gran noticia para su administración: el Parlamento aprobó la reforma tributaria que generará 8.300 millones de dólares a destinarse a la reforma educativa. Así, la primera gran reforma estructural propuesta en su plan de gobierno veía la luz.
Bachelet tiene en frente a un Chile distinto al que gobernó con éxito entre el 2006 y el 2010. En aquel entonces, la agenda social no figuraba como prioritaria para los chilenos y, aunque la crisis internacional golpeaba, el modelo económico gozaba de legitimidad. De hecho, su aprobación como presidenta llegó al 78% de respaldo al retirarse de La Moneda, pico inédito en la historia del país sureño. La entonces Concertación cedió –por primera vez después del retorno a la democracia– la administración del país, pero no por demérito de su lideresa, sino por ausencia de recambio generacional.
Tan solo cuatro años después, los servicios estatales de educación y salud se volvieron demandas de clases medias y populares. Movilizaciones sociales y desafección ciudadana impactaron en el sistema político, debilitando el prestigio de los partidos y obligando a actualizar coaliciones. Bachelet volvió, prometiendo una reforma estatal estructural para enmendar un sistema político en crisis. Descolocó la rebeldía de Enríquez-Ominami y la solvencia de Matthei con el aplomo de un liderazgo personalista, una propuesta refundacional y una coalición que se movió desde el centro demócrata cristiano hasta la izquierda comunista. (De hecho, de los que votaron por ella, 54% lo hizo por confianza personal, 26% por el programa y 11% por su bloque Nueva Mayoría).Bachelet cuenta con los recursos (liderazgo, políticos y técnicos) para coger al toro de la protesta por las astas. La desafección se combate con reformas que recuperen la confianza ciudadana. Su fórmula es atrevida, pero no descabellada: reajustes de impuestos, educación pública y nuevas distribuciones electorales. Pero mientras transita ese camino trazado, se ve obligada a atender lo imprevisto. La recesión económica no estaba ni siquiera entre los cálculos pesimistas; tampoco el desafío a la inseguridad que ha generado el incremento de acciones terroristas, presumiblemente, de neoanarquistas.
A diferencia de otros gobiernos (Humala), Bachelet emplea alfiles políticos para recobrar la confianza empresarial. El jefe de Gabinete Ministerial Peñailillo es el operador más influyente entre el gobierno y los inversionistas para recobrar el ánimo frente a las previsiones de 2% de crecimiento para este año. Pero a su vez ha jugado un rol protagónico en la convocatoria política a renovar la Ley Antiterrorista y la Ley de Amnistía.
Bachelet ha asumido el compromiso de realizar una reforma seria en un momento adecuado. Aunque el clima no es auspicioso (recesión y signos de radicalización antisistema), la insatisfacción social que desborda a los partidos aún no corroe su liderazgo. Así, su otro rival es el reloj.