Hace unos años, un colega, abogado experto en temas de competencia, me hizo ver que los anuncios de oferta de empleos no deberían solicitar exclusivamente egresados de una u otra universidad. Me explicó que, desde hace muchos años, todos los grados y títulos profesionales son otorgados “a nombre de la nación”, razón por la cual no se puede discriminar cuando –en esencia– son todos equivalentes. La Ley Universitaria (Nº 30220), en su artículo 44, consagra esta larga tradición y todo diploma contiene esta distinción.
Siguiendo este criterio, en teoría los que somos parte de la nación deberíamos tener derecho a monitorear y regular un servicio educativo que otorga grados y títulos “a nombre” de nuestra comunidad nacional. Es evidente que esto es imposible, por lo que el Estado –en nuestra representación– debería realizarlo. Sin embargo, notamos que en los últimos años está ocurriendo justo lo contrario. En aras de una desmedida defensa de la iniciativa privada –muchas veces disfrazada de ‘autonomía’– se está desmantelando la capacidad de controlar la calidad educativa.
Reflexionaba sobre estos asuntos cuando me llegó la noticia de que el Congreso había aprobado una modificatoria a la Ley Universitaria para que el grado de bachiller sea automático. En torno de si el bachillerato debe estar condicionado o no a una investigación, existe un debate continuo. No hay mejor representación de las posiciones encontradas que las columnas publicadas por este Diario el viernes 7 de abril, en las que dos reconocidos educadores sustentan posiciones diametralmente opuestas a esta decisión congresal.
Como profesor universitario durante varias décadas, admito que no tengo una posición definida sobre el asunto. Inclusive en una columna de opinión de hace menos de un año señalé lo siguiente: “Un alumno universitario común y corriente quiere egresar ejerciendo una profesión y no como científico. De hecho, la gran mayoría de egresados jamás volverá a investigar en su vida” (“Pecado original”, 25/5/2022). Asimismo, la experiencia internacional –en términos comparados– tampoco ayuda mucho al respecto. Inglaterra pide un trabajo final, por ejemplo, mientras que Estados Unidos y Francia no.
Lo que preocupa y molesta, no obstante, son las razones dadas por muchos legisladores para eliminar el requisito de la investigación. El congresista Alejandro Cavero dice que responde a los reclamos de los estudiantes para que los centros de estudios “apoyen a los jóvenes en su tarea de salir al mercado laboral lo más pronto posible. El fin es acumular experiencia y construir mayores habilidades prácticas que los harán más productivos”. ¿No estará confundido el congresista con una carrera técnica?
¿El problema de conseguir un buen empleo y remuneración depende del grado de bachiller? Pues no mucho. En un país con casi 80% de empleo informal, el competir bien en el reducido mercado formal depende más bien de la calidad (prestigio) de la universidad y del haber obtenido el título profesional. Ambos aspectos logran que una persona sea más empleable. Ninguna de las dos condiciones se consigue con el bachillerato automático.
Hace muchos años, el sistema universitario peruano optó por dos caminos. El académico, con los grados de bachiller, maestría y doctorado, y el profesional, con el título. Lo académico y lo profesional se bifurcan justo terminando el bachillerato. Es por ello que durante los estudios de pregrado se busca que los alumnos y alumnas logren un aprendizaje básico en la investigación y en la profesión (prácticas preprofesionales). Es decir, prepararlos para optar por el camino que más les convenza o convenga. Ello ayuda a los estudiantes a decidir. Asimismo, la investigación es la práctica esencial para elaborar la tesis, una de las principales formas para culminar el titulado profesional. El reto, entonces, es cómo dimensionar la investigación como mecanismo de la formación integral del estudiante universitario. Algo que no se logra, como indica la modificatoria de la ley, llevando un curso.
La eliminación de requisitos para que los jóvenes salgan lo más rápido posible no contribuye a mejorar nuestra alicaída y desigual calidad educativa. Son medidas que tienen mucho de populismo y que responden más bien a una concepción de la educación como línea de ensamble.