La destitución de Dilma Rousseff añade un nombre adicional a la lista de más de una docena de presidentes derrocados por medios legales o semilegales en América Latina en el último cuarto de siglo.
La ola empezó precisamente en Brasil cuando el presidente Fernando Collor de Mello fue procesado por el Parlamento por presuntos actos de corrupción en 1992, a los dos años de iniciado su mandato. Collor renunció cuando se vio perdido, pero igual el Senado lo encontró culpable y lo privó de sus derechos políticos por ocho años.
Paradójicamente, el rival político al que Collor había derrotado en las elecciones, Lula da Silva, dijo en aquella ocasión: “No se puede negociar con un hombre que ha robado millones”. Ahora la discípula y sucesora de Lula ha atravesado por un trance similar y él mismo está denunciado por hechos de corrupción que empequeñecen los de Collor.
En 1994 Collor fue absuelto de varios de los cargos que le habían imputado y en el 2014 la Corte Suprema terminó de absolverlo de otras acusaciones. En realidad, el telón de fondo de la destitución del presidente brasileño fue la crisis económica –más de 1.000% de inflación, millones de desempleados–, el descontento popular y cientos de miles de manifestantes protestando en las calles.
Allí se perfilaron los ingredientes para la nueva forma de derrocar presidentes en el continente: desilusión y enojo de los ciudadanos causado generalmente por la mala situación de la economía, protestas callejeras, acusaciones de corrupción –ciertas o infundadas, no importa– al mandatario y su gobierno, y destitución por el Parlamento o renuncia forzada ante la inminencia de una censura.
Antes el mecanismo usual en América Latina para terminar –es un decir– las crisis políticas, era el golpe militar. Eso cambió desde principios de la década de 1980, entre otras cosas por la modificación de la política norteamericana que pasó de promover o respaldar los cuartelazos a rechazarlos e impedirlos. En el Perú, un ejemplo notorio fue el del embajador Alex Watson en 1988-89 disuadiendo –exitosamente– el golpe que preparaban un grupo de militares y algunos civiles contra Alan García.
El último golpe triunfante en el continente fue el del general boliviano Luis García Meza en 1980, que duró solo un par de años, incluyendo los cortos períodos de otros dos militares que lo sucedieron por disputas entre mafias.
El nuevo mecanismo para cambiar de gobierno, que reemplaza a los golpes militares, utiliza formalmente mecanismos constitucionales y legales, aunque un ingrediente indispensable es la impopularidad del presidente y las masas en la calle, movilizadas por el descontento suscitado por la política del gobierno.
Así, además de Collor de Mello (1992) y Dilma Rousseff (2016) en Brasil, han caído Carlos Andrés Pérez (1993) en Venezuela; Jorge Serrano Elías (1993) y Otto Pérez Molina (2015) en Guatemala; Abdalá Bucaram (1997), Jamil Mahuad (2000) y Lucio Gutiérrez (2005) en Ecuador; Raúl Cubas Grau (1999) y Fernando Lugo (2012) en Paraguay; Alberto Fujimori (2000) en el Perú, Fernando de la Rúa (2001) en Argentina, Gonzalo Sánchez de Lozada (2003) y Carlos Mesa (2005) en Bolivia. Catorce en total en veinticuatro años, una cifra no muy distinta a la del anterior método de golpes militares para tumbar presidentes.
El gobierno de PPK es frágil, aunque por el momento no lo parezca así. Es minoría absoluta en un Congreso dominado por una oposición agresiva, no tiene un partido ni muchos operadores políticos y carece de aliados confiables. En gran medida, depende de su popularidad, del respaldo de los ciudadanos, que a su vez estará vinculado a su buen desempeño sobre todo en la economía, la seguridad y la conflictividad social.
No hay nada que esté predeterminado, no se puede asegurar que habrá una ruta u otra en un país volátil y poco institucionalizado.
No obstante, es conveniente reflexionar sobre lo ocurrido ahora en nuestro gigante vecino y no olvidar el viejo y sabio dicho español: “cuando la barba de tu vecino veas pelar, pon la tuya a remojar”. Que significa, en palabras de un antiguo diccionario del siglo XVIII, “refrán que avisa que tomemos ejemplo en lo que sucede a otro para vivir con recato, cuidado y prevención”.