Sergio Urrego se dejó caer desde la elevada terraza de un centro comercial en Bogotá. Dejó notas de despedida, envió mensajes de texto y escribió “Mi sexualidad no es mi pecado, es mi propio paraíso” en su muro del Facebook. Quería cumplir diecisiete años, leer más libros, ir a la universidad. Pero un incidente en el colegio terminó por torcer las cosas. Un profesor le decomisó el celular y vio una foto en la que el joven aparecía besándose con su novio, un compañero de clase. Tres meses después el muchacho saltó. Está claro que no lo hizo por vergüenza, sino empujado por el penoso trance que las autoridades de su colegio le hicieron pasar a partir de ese día.
Se trataba de un beso entre dos chicos, de manera que el profesor se sintió en la obligación de reportar su hallazgo. Los dos adolescentes fueron llamados a “psicorientación”. En las semanas siguientes se entrevistaron una y otra vez con la psicóloga del colegio, quien luego convocó a un panel de cinco docentes ante el cual los jóvenes dieron explicaciones. Se concluyó que los padres de ambos debían ser informados.
Los de Sergio, separados desde hace años, no sabían de sus preferencias sexuales, pero al enterarse le dieron su apoyo. Los de su novio no reaccionaron igual. Retiraron a su hijo del colegio y, después de reunirse con la directora, denunciaron a Sergio ante la fiscalía por acoso sexual. El muchacho no podía creerlo —su relación era consensuada, sus amigos así lo aseguran—. La directora condicionó su regreso a clases a la presentación de un informe de seguimiento psicológico mensual y llegó al extremo de denunciar a su madre ante una comisaría de familia por abandono de hogar, debido a que trabajaba en otra ciudad y Sergio vivía con su abuela. El joven tuvo que terminar en otro colegio. Y un día después de presentar su examen de ingreso a la universidad preparó sus notas de despedida y se dirigió al centro comercial.
Nada de esto hubiera sucedido si Sergio apareciera en la foto besando a una chica. Ni el reporte del caso, ni el panel de docentes, ni las escalofriantes denuncias. Nada. Pero un beso entre dos muchachos es capaz todavía de poner en marcha una hostil maquinaria institucional, vergonzosamente alimentada por el pánico que hay detrás de todo fanatismo.
Está claro que nuestros pendientes en educación van mucho más allá de mejorar los tristes resultados que obtenemos en las pruebas PISA. Cuando se discuten asuntos que tienen que ver con el principio de igualdad ante la ley —como la unión civil en el Perú o la adopción por parte de parejas gay en Colombia—, lo que está en juego es nuestra más elemental educación como ciudadanos; la construcción de una sociedad que abra espacios y sea respetuosa de las diferencias; la vida de tantos jóvenes como Sergio Urrego.