“Yo a usted no la violaría porque no se lo merece”. “La dictadura debería haber matado a 30.000 personas más, comenzando por el Congreso”. “Yo sería incapaz de amar a un hijo homosexual, prefiero que muera en un accidente de coche”. “Un policía que no mata no es policía”.
Todas esas barbaridades no han salido de la boca de un borracho en un bar, o de un presidiario en el patio del penal, sino del candidato a la presidencia de Brasil Jair Bolsonaro. Y no. No es un candidato exótico refundido en la cola de las encuestas, sino el líder absoluto de los sondeos de opinión. El de la encuestadora Ibope, publicado el domingo, le daba el 31% de la intención de voto, diez puntos por delante de su rival de izquierda Fernando Haddad.
Durante la semana que paso en Brasil, invitado por el cónsul de España en Salvador para un ciclo de conversaciones, la campaña para las elecciones de este domingo me parece un espeluznante ‘thriller’ lleno de giros inesperados: Bolsonaro pasa la recta final en el hospital, tras recibir una puñalada durante un mitin. Haddad entra todas las semanas a la cárcel de Curitiba para visitar a su mentor, el ex presidente Lula, encarcelado por corrupción y lavado de dinero. Si fuese una película, el guion nos parecería exagerado e inverosímil.
La población brasileña se encuentra dramáticamente polarizada entre ambos candidatos. O más bien, contra ellos. Su intención de voto se ve ampliamente superada por el antivoto: quienes no los apoyarían en ningún caso. Así, el fin de semana, según BBC News Brasil, 100 mil personas rechazaron a Bolsonaro bajo el lema “Él no”. En los barrios de clase acomodada, en cambio, muchos votarán por Bolsonaro aunque no les guste. Ellos acusan al Partido de los Trabajadores (PT) de Lula de haber dejado una herencia de corrupción generalizada y crisis económica. No votarán por Bolsonaro sino contra el PT. Y viceversa.
De hecho, ambas candidaturas se han hecho más favores mutuos. En el 2016, cuando Lula fue detenido y su sucesora defenestrada de la presidencia, la izquierda lo consideró un golpe de Estado encubierto y radicalizó su discurso. Pero es arriesgado negar la credibilidad de un sistema que has gobernado durante trece años. La campaña del PT contra las instituciones preparó el terreno para el verdadero antisistema: Bolsonaro.
Sin embargo, la mayor explicación para el auge de ese candidato autoritario, militarista y conservador resulta más obvia y urgente. Este país, a pesar de ser una potencia económica y cultural, no ha conseguido garantizar lo más elemental: la vida de sus habitantes. Según un informe de CNN, Brasil vive prácticamente en guerra. En diez años, el país sufrió más de medio millón de asesinatos, la peor cifra de su historia y treinta veces más que toda Europa. Tres de sus ciudades se encuentran entre las diez más peligrosas del mundo. Uno de cada tres brasileños conoce a una víctima de asesinato.
La desigualdad social suele producir caudillos de izquierda, como Fidel Castro o Hugo Chávez. La violencia descontrolada crea populistas de derecha, como Fujimori o Uribe. Hoy en día, ya nadie en su sano juicio cree que Venezuela sea un ejemplo de nada más que de miseria y represión. Pero Brasil podría impulsar un nuevo autoritarismo de signo opuesto.
Al principio de su gobierno, Lula exportó a América Latina un nuevo modelo político: el libre mercado con inclusión social. A continuación, exportó un sistema corrupto: los tentáculos de Odebrecht alcanzaron a toda la región. Considerando el peso internacional y la influencia de Brasil, Bolsonaro debe alarmar a todos sus vecinos.