Muchos años después, en su lecho de muerte, Paco Yunque había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer la educación a distancia. La suya era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos, adonde apenas llegaba la señal del Internet.
Los intentos iniciales por educarlo a través del precario celular de su madre, o de los impersonales y genéricos contenidos televisivos (sin interacción pedagógica), se revelaron rápidamente inútiles. Mientras se extendía el encierro por la peste a lo largo de semanas y meses, se anunció que el Gobierno repartiría tabletas, pero estas tardaron tanto en llegar que, finalmente, Paco perdió el año. Y como la señal nunca mejoró, y había que subir al cerro para captarla, su tableta sirvió de poco.
Entretanto, en las ciudades, durante esos mismos meses, las autoridades empezaron a permitir la reapertura de tiendas, restaurantes, centros comerciales, casinos, gimnasios, teatros, cines y hasta discotecas. No escuelas. En las tardes, los parques rebosaban de niños jugando, corriendo, interactuando y respirando después de largas y agobiantes mañanas de encierro frente a las pantallas.
En el resto del mundo, todos los países empezaron a reabrir sus escuelas (antes incluso que otros establecimientos). De modo que el Gobierno del país de Paco elaboró también normas y protocolos, pero con vallas y requisitos tan improbables –20 contagios por cada 100 mil personas en ciudades densamente pobladas– y dando discrecionalidad a funcionarios barriales, tan cuadriculados y temerosos, que ninguna escuela reabrió, a pesar de la evidencia empírica de que los colegios no eran más riesgosos que otros lugares. Tampoco se priorizó la vacunación de maestros.
Una esperanza surgió precisamente cuando un maestro escolar fue elegido presidente, y nombró ministro de Educación a otro profe, reconocido mediáticamente como un “maestro que deja huella”, de esos que no solo transmiten conocimientos sino sabiduría, herramientas para enfrentar la vida; que nos hacen crecer con educación no meramente convencional, también sentimental. Seguramente el Gobierno de los profes priorizaría la educación, pensaron todos.
Pero ocurrió lo contrario. Se pospuso más el ya rezagado reinicio de clases y se priorizó iniciativas para terminar con la incipiente meritocracia en la carrera magisterial, en beneficio de las oligarquías sindicales a las que pertenecía el profe-presidente. Se habló de mandar a los chicos al servicio militar, a trabajar en comisarías, etc., pero no de regreso a las aulas. Muchas familias protestaron pacíficamente y las insultaron, dijeron que no soportaban a sus hijos en casa. El Gobierno de los profes no amaba a los niños, sino la confrontación: nombró todo tipo de autoridades radicales, sin trayectoria profesional, en algunos casos con prontuario criminal, admiradores de terroristas. Su retórica exacerbaba el conflicto social, cultural y hasta racial.
Expertos del mundo presentaron evidencias e indicadores del daño de no reabrir las escuelas. Más del 70% de aprendizajes se perdía en la educación virtual versus la presencial, pero los más pobres, como Paco, podían perder el 95%, mientras los ricos, los Humberto Grieve, “solo” el 50%. Esa falta de conocimientos se tradujo en pérdidas mundiales de productividad, generación de riqueza, ingresos y bienestar, no millonarias, sino billonarias (1 seguido de 12 ceros) tan solo en los primeros 18 meses.
Proyectados a lo largo de la vida de Paco, los daños fueron incalculables. Su vida fue triste: no solo tuvo problemas de comprensión lectora y numérica. Perdió tanta información e imaginación –a través de la lectura– que el mundo terminó pareciéndole tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Nunca aprendió a relacionarse con otras personas. Era emocionalmente torpe. No lograba concentrarse.
Fue la suya una generación perdida, porque la educación es un fenómeno más que cognitivo, social, que afianza comunidades. Un país que invierte en educación forja su futuro, construye su largo plazo. Destruir o abandonar la educación, por tanto, es la mejor forma de destruir un país, y a su gente. A Paco le tocó estar en el lugar incorrecto, en el momento incorrecto: pandemia, recesión y cierre de escuelas… en un gobierno de profes.