Montevideo, la capital de Uruguay, se ha quedado en las últimas semanas prácticamente sin agua, debido a una intensa sequía y porque los recientes gobiernos no tomaron la iniciativa de construir una segunda represa que hubiera permitido abastecer a la ciudad. Australia, para irnos al otro lado del mundo, un país habituado a las emergencias por su clima cálido y prolongadas sequías, este año ha sufrido incendios más devastadores que nunca.
En el Perú, el impacto del fenómeno de El Niño crece porque se encuentra con un entorno más propicio, inducido por los efectos del cambio climático. Especialmente en la costa norte y central del país, así como en Loreto, el dengue alcanzó niveles de contagio y produjo muertes como jamás antes se había tenido registro. No es casual: El Niño y el cambio climático son factores disparadores de la capacidad de expansión de esta enfermedad.
Los incendios forestales son una probabilidad ya muy alarmante. Un funcionario consultado por El Comercio (26/8/23) confirma que “este 2023 va a haber una mayor incidencia […], debido a que en el sur y centro de la sierra peruana se está dando una sequía prolongada”. La única región preparada para asumir los retos que plantea esta emergencia sería el Cusco.
Afrontar problemas de esta dimensión exige medidas de corto y –ojalá– mediano y largo plazo, que modifiquen los históricamente escasos esfuerzos presupuestales para enfrentar el cambio climático. En un documento preparado para el Grupo Impulsor de Acción Climática de la Academia por Kely Alfaro, economista de la Universidad Nacional de Ingeniería y especialista en gestión ambiental, se señala que la reducida partida del Ministerio de Economía y Finanzas para adaptación y mitigación creció del 2014 al 2018 del 0,19% al 0,87% del presupuesto nacional; y que, luego de un descenso ligero en el 2019, en los dos años siguientes se registró el menor presupuesto histórico, equivalente al 41,5% del presupuesto del 2014. De mal en peor.
Con un país dividido y descreído como es hoy el Perú, resulta muy difícil afrontar el corto plazo; pero es, a su vez, imperioso. Así suene ingenuo, el esfuerzo nacional tiene que hacerse pensando en quienes están sufriendo y van a sufrir el impacto de El Niño y del cambio climático.
Tomando en cuenta su poca legitimidad, lejos de un protagonismo innecesario y contraproducente, al Ejecutivo solo le cabe buscar que prime la eficiencia, por ejemplo, en la aplicación del “Decreto de urgencia que dicta medidas para la ejecución de intervenciones ante el peligro inminente del déficit hídrico y posible ocurrencia del fenómeno de El Niño” (DU 030-23), que implica un apoyo activo a las zonas del centro y del sur ubicadas por encima de los 3.500 msnm.
Los órganos de gobierno intermedios, como, por ejemplo, el Instituto Nacional de Innovación Agraria o la Autoridad Nacional del Agua, están llamados a consolidar urgentes vínculos con los gobiernos regionales y locales.
El Congreso se resiste a cambiar su agenda, pero los representantes harían bien en impulsar inversiones preventivas, en coordinación con sus regiones, junto con facilitar los vínculos entre sus localidades y los organismos nacionales del Estado. ¿Peras al olmo? Es probable; pero podrían hacerlo aunque fuera por decoro ante la emergencia. Mientras tanto, a las organizaciones de la sociedad les toca encontrar tanto modalidades de participación como iniciativas para verificar que haya un gasto rigurosamente dirigido a cumplir los fines de prevención y resiliencia.