Era el inicio del año académico de 1965, y yo empezaba a dar clases en la Universidad de Lima. Mi mayor preocupación era graduarme de doctor en Letras, para lo que había redactado el texto con mayor número de páginas que había escrito en mi corta vida. Acostumbrado a redactar artículos para periódicos o revistas, el rango de mis escritos no pasaba de las 30 páginas. Incluso por la naturaleza de las publicaciones, algunas apenas cubrían una página, trabajosamente escrita en las antiguas máquinas mecánicas que nunca llegué a dominar.
Mi trabajo, aparentando modestia, se titulaba “Introducción al estudio de las idolatrías”, pero estaba convencido de que abría un terreno apenas explorado por los investigadores, intentando explicar las múltiples caras del catolicismo peruano, que resultaba del abrazo conflictivo con las religiones indígenas. El trabajo había sido madurado en el Archivo de Indias, a donde llegué con una beca, apenas suficiente, del Instituto de Cultura Hispánica, que conseguí gracias a los buenos oficios de Instituto Riva-Agüero y una generosa carta de Guillermo Lohmann Villena.
Pensando en las personas que podrían hacer un juicio sobre mi tesis, preferí no recurrir a los docentes que conocía de San Marcos y de la Católica. Buscaba una opinión ajena a los jurados y no necesariamente de la especialidad de historia, porque apuntaba, sin saberlo, a un análisis antropológico. No había visto muchas veces de cerca a don Carlos Cueto Fernandini pero, siendo joven aún, su prestigio ya lo había hecho notorio en San Marcos, donde llegó a ser decano de la Facultad de Educación. Me dijeron que había estudiado filosofía y que no era historiador, pero lo había seguido en sus presentaciones públicas dentro y fuera de la universidad y me parecía que encajaba en lo que yo pensaba que debía ser un humanista.
Mi tesis tampoco era voluminosa. No llegaba a las 100 páginas, en hojas del tamaño que ahora llamamos A4. La idea básica era una interpretación del resultado de los siglos de evangelización cristiana, impuestos sobre una población cuya propuesta religiosa, conducta social, vida familiar y visiones del pasado y futuro no tenían nada en común con los españoles del siglo XVI o los peruanos de nuestros días, cuya población, especialmente la urbana, seguía siendo ajena a la de origen indígena.
Conviene recordar que en esos años (los sesenta) apenas eran tres o cuatro ciudades las que sobrepasaban los 100.000 habitantes, aunque ya se había desatado el proceso migratorio que caracterizó a esa década. Creo que Lima, el Callao y Arequipa debieron ser las más pobladas.
En mi tesis sostenía que aun en esa relación contradictoria de tradiciones, desde muy temprano se habían dado intercambios, préstamos e interpretaciones que nos hacían saber que en algún momento de la Colonia, entre fines del siglo XVII o comienzos del siglo XVIII, se habían conformado estructuras estables de esta combinación de factores religiosos. El resultado sería una religión popular peruana, que podría tener características generales distinguibles a lo largo del país, a pesar de las obvias variantes que podrían nacer de las regiones con características peculiares debido a su ecología, lengua, historia local, etc., entre otros factores.
Lo interrumpí en el camino a una de sus clases y, sin dejar de hablar, le expliqué de un tirón mi preocupación. Don Carlos siempre estaba vestido de manera muy formal y de alguna forma me intimidaba, pero me sobrepuse a ello y, luego de concluir mi perorata, callé bruscamente esperando su respuesta. Me escuchó con paciencia y me dijo que al día siguiente nos reuniríamos para darle tiempo para leer mi texto.
Así fue. Llegó puntual a la hora acordada y me dijo algo que no podré olvidar: “Creo que ya sabes que tus argumentos no podrán ser rebatidos por el jurado, no necesitas consejos o aclaraciones sobre tus interpretaciones históricas y sociológicas. La defensa del grado será una celebración, sobre la que tampoco tienes especial interés. No es eso lo que esperas de mis comentarios. Quieres saber si tu trabajo está bien escrito”.
No lo había pensado, pero Cueto tenía razón. Siendo un infatigable lector de la prosa literaria, estaba enamorado del manejo de las palabras, no por mis intrascendentes artículos en un par de diarios locales, que me ayudaban a cubrir mi presupuesto, sino porque me entusiasmaba la magia que puede desprenderse de un texto bien escrito.
“Tu trabajo ha sido redactado con demasiadas ideas, que no podrían ser digeridas por un lector de cultura media. Eso no quiere decir que esté mal escrito. Convencerás sin problemas a tus examinadores o a cualquier especialista que te lea. Lo que debes entender es que el libro que resulte de esta investigación y de las posteriores lo harás para personas que no son historiadores, porque tú tienes escondida en algún rincón del alma la voluntad de ser escritor y debes sacarla de allí para poner tu pluma al servicio de tus ideas, para que te lea un público mucho más grande”.
No volví a tener una charla con él. Al menos no una tan detenida como esa. Pero lo visité cuando ocupaba la dirección de la Biblioteca Nacional. Yo salía de un problema complicado al abandonar las tareas en una universidad nueva, que no llegó a durar mucho tiempo. Volví a transmitirle mis inquietudes y me aconsejó que me tomase un tiempo antes de asumir otro cargo. Así lo hice y me refugié en el Cusco (año 1966), amparado por el hermano Óscar (Dr. Noé Zevallos) en la Escuela Normal de La Salle, en Urubamba.
No dejé de seguir con interés su trayectoria profesional, que lo llevó al vicerrectorado de la Universidad de Lima y a una olvidable campaña política para ser parlamentario, que felizmente estuvo condenada al fracaso pues nos hubiese quitado de la vida intelectual a un hombre muy valioso. Su muerte, dos años más tarde, me dolió en el alma. Pese a nuestra corta relación, me queda claro que cada una de sus palabras ha seguido pesando en mi vida, como piedras preciosas.