Retomo la discusión, planteada en columnas anteriores, sobre la lógica del claro retroceso en cuanto a las pocas reformas institucionales que se intentaron implementar en los últimos años. Decía que, paradójicamente, el carácter personalista de los presidentes y sus gobiernos, y la debilidad de sus partidos, ayuda a entender que se abrieran oportunidades de reforma aprovechadas básicamente por redes de expertos, nacionales e internacionales, que recogían ciertos consensos globales, enmarcados en la lógica de avanzar en una agenda de reformas que podríamos calificar como de “segunda generación”.
Las cosas cambiaron drásticamente con Pedro Castillo. Con él llegó al poder no un partido estructurado, pero sí diversas redes que exigían cuotas de empleo, con la novedad de que había una suerte de justificación “ideológica”: había que “democratizar” y dar acceso al empleo y a los cargos de decisión a sectores “excluidos” por redes tecnócratas y expertos “neoliberales” que habían “capturado” al Estado, sin importar demasiado los costos en la eficacia de las políticas.
Con Dina Boluarte las cosas podrían haber cambiado, al no contar ella con redes propias que satisfacer. Es más, al inicio de su gestión, algunos creyeron ver la vuelta a una lógica de gobierno con un perfil “técnico” e independiente. Sin embargo, esta ha quedado definida por los compromisos con sus aliados congresales. Por ello, un 48% de encuestados por Ipsos en junio señala al Congreso como la institución con más poder en el país, mientras que el Ejecutivo aparece con apenas un 9%.
Después de la caída de Castillo, en vez de la continuación de una dinámica de polarización y confrontación que en un contexto de gran fragmentación haría difícil construir mayorías, estas resultaron inesperadamente sólidas. ¿Qué caracteriza esta inesperada mayoría congresal? En primer lugar, una lógica orientada a fortalecer las prerrogativas del Parlamento, valiéndose para ello de la pura fuerza de los votos, pasando por encima de los procedimientos, consideraciones legales y constitucionales, en desmedro del Poder Ejecutivo y del sistema de justicia. Nuevamente, aparece una justificación “ideológica”, según la que otros poderes del Estado estarían o podrían estar “controlados” por adversarios políticos que habrían menoscabado las prerrogativas parlamentarias.
Un segundo elemento que caracteriza a la “supermayoría” congresal es la convergencia en torno de favorecer intereses de grupo particulares, muchos de naturaleza informal e incluso cercanos a actores ilegales. Estos intereses han logrado representación en todas las bancadas, ya sea indirectamente, a través del financiamiento de campañas, como directamente, y aprovechan los cascarones en los que han devenido los partidos nacionales y su pérdida de rumbo programático.
Finalmente, un tercer rasgo es la extensión de lógicas “populistas” en materia económica, que desafían el consenso promercado vigente hasta, cuando menos, el 2026. Si bien es cierto que todavía se mantiene cierto consenso promercado básico, también lo es que este se ha debilitado, y que el peso del Ministerio de Economía y Finanzas, que cumplió el papel de “guardián de la ortodoxia” en el pasado, se ha debilitado en los últimos años.