“He visto el futuro y es asesinato”, afirmó el gran Leonard Cohen en “The Future”, un poema/canción de corte apocalíptico, con el que intentó alertarnos sobre el horror que se cernía sobre la vanguardia de la democracia liberal y de Occidente en general. En “The Future”, que surge a raíz de la violencia desatada en la primavera de 1992 en Los Ángeles (California), se subrayan una serie de temas relevantes para estos tiempos dramáticos que nos ha tocado vivir. Se aborda cómo la crueldad y la ausencia de respeto y compasión por el otro preceden a cada ciclo violentista.
Solo hay que recordar que “The Future” –junto con otras dos canciones de Cohen– conforma la banda sonora de “Natural Born Killers”, esa inquietante película de asesinatos en serie dirigida por Oliver Stone y escrita por Quentin Tarantino. Sesenta y tres muertos y más de 2.000 heridos, además de la toma de una de las urbes más icónicas de EE.UU. por parte de ciudadanos indignados con el maltrato policial al afroamericano Rodney King, fue el balance del levantamiento angelino de fines del siglo XX. La furia de las minorías fue expresada en incendios, saqueos y destrucción de propiedad pública. Lo que dio cuenta del masivo y desesperado rechazo al racismo institucionalizado, pero también a la exclusión y a la crisis estructural del “sueño americano”.
En “The Future”, Cohen profetiza no solo el apocalipsis convertido en porvenir –plasmado en la escalofriante frase “ya no hay nadie más a quien torturar”–, sino que anuncia la polarización y el colapso histórico ahora llevado a los límites de lo imaginable. Se ha señalado, con razón, que “The Future” –composición en la que el futuro protesta y llora por una cadena de decisiones equivocadas– pertenece a la especie de la “psicogeopolítica”.
Ciertamente, el reconocimiento de la perversión humana –responsable de la autodestrucción de nuestra especie y su entorno natural– se plasma en “exclamaciones” de un corazón doliente. Al que no le queda otra cosa que traducir, en palabras, la naturaleza de un inocultable descalabro moral. La “ventisca” de una humanidad que al cruzar ese tenue “umbral” entre el bien y el mal trastoca –sin remordimiento alguno– “el orden del alma”. En una de sus más espeluznantes estrofas, Cohen afirma que “no nos gustan los niños” apuntando a un hecho concreto: la ruptura de los códigos de convivencia del mundo occidental. Una situación que será graficada con el recuerdo de Hiroshima, pero también con las imágenes de mujeres colgadas o criminales de la catadura de Charles Manson circulando libre e impunemente por las calles de cualquier urbe contemporánea. Ahora que ese futuro avizorado con espanto está presente ante nuestros propios ojos, no queda más que intentar imaginar el sufrimiento indenoscriptible de las mujeres, niños y ancianos (algunos sobrevivientes del Holocausto) asesinados a sangre fría por Hamas en los kibutz israelíes seguido por el dolor eterno de la atormentada Gaza. Es ahí donde, citando nuevamente a Cohen, se detuvieron las ruedas de los cielos para ceder paso a todos los demonios, los que ahora imponen su ley ante la parálisis –e incluso indiferencia– de gobiernos e instituciones mundiales.
“Quizá la historia del hombre sea un larguísimo movimiento que nos lleve a la humanización. Quizás no seamos más que hipótesis de humanidad y quizás se puede llegar a un día, y esto es la utopía máxima” en el que “el ser humano respete al ser humano”. Para llegar a ese estado mental, el novelista portugués José Saramago –lo confesó en su momento– nos regaló “Ensayo sobre la ceguera”, cuyo objetivo fue preguntarse –a sí mismo y a sus lectores– si era posible seguir manteniendo un estilo de vida en el que la destrucción era la única ley. Más aún, si no existía una forma más humana fuera de “la crueldad, la tortura y la humillación que suele ser el pan desgraciado de cada día”.
De esa otra forma de vida nos habla el filósofo español Emilio Lledó. Autor de una variedad de obras, entre ellas “Identidad y amistad: Palabras para un mundo posible”, en la que Lledó denuncia cómo el término ‘género humano’ está transitando hacia su opuesto: “el degénero humano”. Para revertir este proceso, cada vez más acelerado y evidente en el ámbito mundial, la propuesta es volver a las humanidades y, en especial, a la ética, tan venida a menos.
No basta hablar de democracia, de bondad, de justicia, de honestidad o de convivencia si no se dota a estas potentes palabras de su sentido más profundo. Y acá termino con el concepto ‘llediano’ de la “hermandad del existir”. Solo a partir de un pacto en defensa de la vida, en sus múltiples expresiones, será posible retomar el diálogo como pilar para la reconstrucción de nuestra afligida y devaluada humanidad.
Comparto con ustedes nuestra última Mesa compartida con Cesar Azabache, cuyo tema es Funerales republicanos en las Américas