Las izquierdas sienten que por fin se dieron las condiciones objetivas y subjetivas para desplegar todo su arsenal de medios organizativos y violentos para expulsar de Palacio a la presidenta de la República, cerrar el Congreso o forzarlo a convocar una asamblea constituyente que ejerza o valide una dictadura “popular” como las que hemos conocido en los regímenes bolivarianos.
Es el sueño revolucionario. Con bloqueos, ataques a la policía, a comisarías, a aeropuertos, a casas de autoridades… Caos para generar desesperación que lleve a más ataques, saqueos e incendios, mientras las bancadas de izquierda en el Congreso sabotean las reformas políticas y el adelanto de elecciones para tensar aún más la situación.
Pero son pocos los elementos legítimos en esta insurrección, lo que revela su carácter espurio. Lo más parecido a una justificación sería el sentimiento de sectores campesinos y urbanos de que les han robado el voto y han perdido a quien les representaba porque creen que Pedro Castillo fue derrocado por un complot entre el Congreso y los grandes poderes limeños, despectivos y racistas. Pero ese sentimiento se basa en una posverdad, en una mentira, que azuza, sin embargo, un componente racista que sin duda existe. El hecho, no obstante, es que el golpe fallido lo dio Castillo, contra la democracia constitucional. No hay legitimidad alguna allí.
Tampoco la hay en las economías ilegales e informales que financian y dan logística porque perdieron la patente de corso que tuvieron con Castillo, y quisieran retornar a un (des)orden que les permita operar con impunidad, para lo que las izquierdas radicales les son funcionales. Por eso, tampoco hay legitimidad en esas izquierdas lideradas por el Movadef, heredero de Sendero Luminoso y desplazado también del poder, que pone sus tecnologías de guerra y asedio al servicio de la estrategia insurreccional. Ha tenido la habilidad de capitalizar esas pérdidas de representación y poder de campesinos y mineros informales, encauzándolas hacia demandas maximalistas también ilegítimas e inconstitucionales, como la asamblea constituyente. Es increíble que sea la izquierda radical la que represente a ese capitalismo popular andino emergente, y no una derecha liberal y popular que luche por incorporar a cientos de miles de mineros informales campesinos que no pueden formalizarse debido a normas ambientales que solo puede cumplir la gran minería y porque no logran contratos de explotación en las concesiones que ocupan.
Por eso, sí hay fermento para un movimiento popular, pero no contra el modelo neoliberal, como confunden aviesamente las izquierdas, sino, por el contrario, contra la sobrerregulación generada por las propias izquierdas en Lima que mata la libertad económica y asfixia, acosa y persigue a los negocios. De allí los ataques recurrentes a las oficinas de la Sunat. Quizá por eso la fuerte descentralización del 70% de la obra pública no ha servido para atenuar el rechazo a Lima, al centralismo, pese a que Puno, por ejemplo, recibe más de lo que da.
El modelo ha generado clases medias emergentes que reclaman formalidad y servicios públicos de calidad. Ha elevado los niveles de demanda de la gente. Richard Webb ha explicado cómo los sectores rurales han incrementado sus ingresos en una proporción bastante mayor que Lima en los últimos 30 años. Iván Alonso constata cómo han mejorado diversos indicadores económicos y sociales en Puno, y entonces se pregunta cómo explicar que miles de personas hayan salido a marchar. Quizá el espectáculo de la corrupción ayude a explicar. O la recaída: en Puno, la pobreza se había reducido fuertemente, del 79,3% en el 2004 al 34,7% en el 2019. Pero en el 2021, luego de la pandemia, aumentó en ocho puntos, pasando al 42,6%, y no hay peor frustración que la de perder niveles de bienestar ya alcanzados.
Razones hay para una revuelta, pero contra la exclusión de los mercados formales y de buenos servicios públicos.