- Lee aquí el Editorial de hoy miércoles 22 de noviembre: “El blindaje a medias también es blindaje”
El 20 de setiembre de 1822 se instaló el primer Congreso Constituyente. Ante él, ese mismo día, el general José de San Martín renunció al cargo de Protector del Perú y, horas más tarde, se embarcó con destino a Chile. La situación de nuestro país no podía ser más peligrosa y caótica. Los departamentos de Arequipa, Cusco, Huamanga, Huancavelica y Puno estaban en manos de los realistas y el virrey La Serna gobernaba desde la vieja capital del Incario. El momento no era oportuno para debatir y redactar una Constitución. Se debió tener un solo objetivo: poner exitoso fin a la guerra libertaria. El Congreso no vio así las cosas y creyó “que su inaplazable deber era consolidar la libertad política interior, además de la independencia”.
Apenas un mes después de su instalación, el 24 de octubre de 1822, el Congreso decidió formular las Bases de una Constitución y, para ello, nombró una comisión integrada por los diputados Luna Pizarro, Unanue, Olmedo, Tudela y Figuerola, quienes llevaron a cabo la misión encomendada, suscribiendo un texto que fue aprobado mediante decreto del 16 de diciembre del mismo año. Inmediatamente, se nombró otra comisión que debía preparar el texto de la Carta Magna. Allí estuvieron los diputados Rodríguez de Mendoza, Unanue, Larrea, Luna Pizarro, Figuerola, Olmedo, Paredes, Tudela, Sánchez Carrión, Arce y Mariátegui.
Lo primero que se vio estaba referido a la división de los poderes públicos, remarcando su independencia conforme a la doctrina del barón de Montesquieu que fue llamada “celestial invento”. Por encima de todo debía estar el Congreso. Al Ejecutivo se le privaba de toda injerencia, inmediata o remota, en las funciones legislativas. Los ministros no podían asistir a los debates, tampoco presentar proyectos de ley y menos hacer observaciones a los mismos. El gobierno ni siquiera tenía la facultad de dar reglamentos. El Ejecutivo debía limitarse al cumplimiento de la voluntad del Congreso unicameral.
“Los constituyentes del año 1823, escribió Manuel Vicente Villarán en un artículo solicitado por El Comercio, se preocuparon, sobre todo, en restringir la autoridad del gobierno, en debilitar y sujetar al poder presidencial y, por natural reacción, robustecieron y exageraron la fuerza del cuerpo legislativo y la extensión de sus atribuciones”. El ministro de Hacienda estaba obligado a presentar al Congreso los planes financieros y el presupuesto, pero fuera de esta atribución no existía ningún lazo que lo vinculara a él o a los otros ministros con las funciones legislativas. El presidente de la República era elegido por el Congreso. Se pensaba que, siendo hechura de los diputados, no tendría la tentación de enfrentarlos en ningún momento.
Respecto a los derechos del hombre y del ciudadano, la Constitución de 1823 proclamaba todas las garantías de la libertad, de la vida, la honra, la seguridad, la propiedad, del domicilio, del pensamiento y del trabajo. Otorgaba la igualdad ante la ley, suprimía los títulos nobiliarios, abolía la esclavitud, no reconocía los empleos o privilegios hereditarios, garantizaba un Poder Judicial independiente. Las sentencias de los juicios criminales serían dictadas por un jurado; desaparecían los tribunales y procedimientos de excepción; los juicios serían públicos; quedaban proscritas las penas infamantes o crueles. La instrucción era un derecho del individuo y una necesidad común. Debían existir escuelas en todas las poblaciones del país y universidades en las capitales de los departamentos de la República. Se reglamentaba el servicio militar y, en cuanto al sufragio, que era indirecto por medio de colegios electorales, estaba permitido a aquellos que reunían las cualidades de “interés por los actos públicos y de luces para desempeñarlos”. Tenían voto los casados o mayores de 25 años que fueran propietarios o ejercieran una profesión o arte o se ocuparan de alguna industria libremente.
La Constitución fue promulgada solemnemente el 12 de noviembre de 1823. Desde el 1 de setiembre de ese año Simón Bolívar estaba en el Perú y había tomado una serie de providencias destinadas a continuar la guerra contra los realistas que, de ninguna manera, dejarían sus emplazamientos en el Cusco y otras ciudades de la sierra. Había, pues, que ir en busca de ellos. El Congreso declaró que se suspendía el cumplimiento de los artículos constitucionales que fueran incompatibles con la autoridad y las facultades que residían en Bolívar. Se guardaban las formas pero, como ya se dijo, Bolívar gobernaba libremente desde el momento que estuvo en nuestro medio.
Haciendo un análisis de la Carta de 1823, escribió José Pareja y Paz Soldán: “La Constitución confundía lamentablemente política, virtud y moralidad. Tiene un constante sentido de moralización incapaz de evitar la maldad y la corrupción humana, trata de hacer de cada ciudadano un ejemplo cívico viviente”. Así, por ejemplo, era indigno de llamarse peruano el que no fuera religioso o el que no amara a la patria y no fuera al mismo tiempo justo y benéfico. El famoso tribuno arequipeño José Toribio Pacheco dijo que la Constitución de 1823 “nació solo para morir”. El jurista Lizardo Alzamora, a su vez, sentenció que “la realidad se encargó de hacerla nula”. Ambos estaban en lo cierto.