Cuando era niño, mis padres celebraban mi cumpleaños todos los 25 de enero, un día como hoy. La mayoría de los que iban a mi casa eran niñas y un pequeño número de niños que vivían cerca de ella, situada en la calle Arnaldo Márquez 2006, en Pueblo Libre. La razón de la abrumadora presencia femenina se debía a que la mayoría de las amigas de mi madre dieron a luz a mujeres.
A estas niñas, hoy hermosas y queridas abuelitas, como Fernanda, Carmen María, Luz María, las dos Cecilias, Margarita y Virginia, las sigo llamando hermanas. Mi otra gran hermana es mi prima Lucero, hija de Aurelio Miró Quesada Sosa, que fue director de este Diario y rector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, además de abuelo de nuestro actual y joven director.
Con estas amiguitas jugaba a las muñecas, sin ningún complejo o prejuicio por esa antigua creencia dominante que reza que solo las niñas pueden jugar con muñecas. Pero como dice el filósofo español José Ortega y Gasset, “uno es uno y su circunstancia”. Y mi circunstancia era estar rodeado de niñas. Hasta que entré al colegio Inmaculado Corazón, donde hice muchos amiguitos y cambiaron los juegos, pues de jugar con muñecas pasé a jugar al fútbol y a la guerra, a los ladrones y celadores (donde los celadores buenos intentaban atrapar a los ladrones malos) y otros juegos que, a diferencia de ahora, entonces solo eran para ‘machitos’.
Desde niños o niñas, nos inculcaron unas ideas que son falsas y que deforman la realidad. Pura ideología en el sentido cultural.
Muchas veces me he preguntado dónde nació esa costumbre de celebrar el cumpleaños o el santo, como también se le conoce en algunos lugares.
Así, investigué un poco sobre esta celebración del onomástico, palabra que tiene muchos significados y que viene del griego ‘onomastikós’ y ‘onomastiké’, y quiere decir “el arte de nombrar”, pero también, como dice el DLE, “día en que la persona celebra su santo”.
La mayoría de historiadores coincide en que esta celebración se inició hace unos 3.000 años en Egipto. Pero los egipcios no celebraban el día de su nacimiento, sino que la fecha de su onomástico se contaba a partir del día en que nacía el faraón. En Babilonia, y luego en Grecia, las personas celebraban a sus deidades a las que había que servir una torta. Esta debía tener forma de Luna, pero, además, los griegos le ponían unos cirios que debían consumirse. Entonces estaba prohibido soplarlos, como hacemos ahora con las velitas. Es fácil poner unas seis velas y luego apagarlas de un soplido, pero reto al lector que haga lo mismo con 74 de ellas.
Como se trataba de una celebración pagana, esta no fue bien vista por los antiguos cristianos, que solo celebraban la muerte de Jesús. Posteriormente, a partir de la cristianización del Imperio Romano por obra de Constantino El Grande y del Papa Julio I, la situación se fue flexibilizando, lo que permitió que uno, si quería, pudiera celebrar el día de su nacimiento. Personalmente, creo que uno no celebra cuántos años tiene, sino el día en el que nació.
Casi siempre he pasado mi cumpleaños en época estival, pero también lo he pasado bajo fuertes inviernos en Nueva York, dos veces en París y una en Budapest. En esta última ciudad, una cocinera de nacionalidad rumana que trabajaba para nuestra embajada a cargo de mi íntimo amigo, el embajador Guillermo Russo, hizo una gigantesca torta que tardó una semana en consumirse.
Pero falta algo también importante: el regalo. Yo le voy a pedir a César Acuña un regalo. Que sea magnánimo más que magnate. Que tenga grandeza y elevación de espíritu. Y que, en consecuencia, retire su denuncia contra los periodistas Christopher Acosta y Jerónimo Pimentel. Así, pasaría a la historia por su respeto hacia la libertad de expresión y no como un censor y perseguidor de esta.
Finalmente, quiero decir que durante los 43 años que trabajé en El Comercio pasé por muchas situaciones, buenas, regulares y malas, pero nunca me imaginé que en el día de mi cumpleaños me tocaría escribir un artículo. Por eso, estas breves reflexiones sobre el cumpleaños.