En el reino de la paradoja mundial, las estructuras autoritarias parecen dialogar y debatir –hacia dentro y entre cuatro paredes– más de lo que son capaces de hacerlo –libre y abiertamente– las democracias, enfrascadas hoy en confrontaciones estériles y autodestructivas.
Mientras las primeras buscan superar sus debilidades y cohesionar sus fortalezas, las segundas ahondan sus debilidades y echan a perder sus fortalezas.
De ahí que sea más fácil sacar por la fuerza a un presidente demócrata del poder que a un dictador como Nicolás Maduro mediante elecciones libres, como es más fácil destruir una democracia que una estructura dictatorial.
Nada va a impedir que cualquier nuevo político elegido democráticamente pueda usar la democracia para destruirla mientras esta siga siendo débil y no se fortalezca mediante las poderosas armas del diálogo y el debate, hoy perdidos. Las maquinarias de polarización radical, en las que el odio al adversario ha disuelto todas las capacidades de entendimiento y tolerancia, se han convertido en alternativas de gobierno, asfixiando toda posibilidad de prosperidad y bienestar.
La democracia estadounidense hizo siempre de sus poderosas armas de diálogo y debate el más poderoso sostén consensuado de su política interior y exterior en el siglo XX. El debate televisivo entre John F. Kennedy y Richard Nixon marcó entonces una influyente y decisiva tradición de fortaleza democrática de largo tiempo. La pérdida de esa tradición, a manos de las confrontaciones radicales de los últimos tiempos, incluida la más reciente entre Kamala Harris y Donald Trump, es una grave regresión en la democracia de la primera potencia mundial.
La agresiva satanización de Trump por la campaña demócrata tuvo finalmente el efecto contrario: favorecer el triunfo del republicano. Con ello, la polarización radical se echa encima también una fulminante derrota.
Justo en la misma semana, la presidenta Dina Boluarte, tan poco amante del diálogo y el debate, pudo comprobar que su convocatoria al Consejo de Estado fue, para ella, increíblemente productiva: sacó acuerdos importantes que no hubiera logrado de otra manera. Una buena lección para que la clase política peruana vaya más allá de sus juntas de portavoces en el Congreso hacia la búsqueda de urgentes consensos de puntos mínimos por la estabilidad política, la seguridad interna y las condiciones electorales del 2026, que solo pueden alcanzarse con el diálogo y el debate, hoy confinados al subsuelo político.
Si el Perú ha contribuido a consensuar la agenda del APEC, como lo ha dicho el expresidente del Consejo de Ministros Fernando Zavala, por qué no podemos ser capaces de consensuar, hacia dentro, nuestro sentido de futuro, rompiendo los pactos a media voz de tanto vocero oficialista y promoviendo el diálogo y el debate abiertos que deben distinguir y hacer vital y perdurable una democracia.