La renuncia por fax del presidente Alberto Fujimori, preludio de una corta misiva enviada desde Tokio, fue una afrenta contra la majestad de la república. Su postulación a la Cámara Alta del Japón –con el doble “objetivo” de arreglar la crisis de Corea de Norte y llevar progreso al Perú– sirvió para confirmar su falta de respeto por la nación peruana.
Porque resulta difícil comprender que un ex mandatario de una república soberana pretendiera jurar lealtad absoluta al Japón. Por más que el Celeste Imperio sea la patria de su padre y de su madre o “la tierra de los samuráis” a la cual el fundador del fujimorismo prometió entregar su “propia vida”.
Un dignatario está investido de una dignidad, valga la redundancia, asociada al honor del cargo que ostenta. Pero también representa una autoridad que emana del “pueblo soberano”. La importancia de su investidura demanda virtudes. Entre ellas, la decencia, la nobleza, el decoro, la lealtad, la generosidad, la hidalguía e incluso el pundonor.
La primera generación de republicanos peruanos comprendió lo simbólico de su apuesta política y es por ello que en la pieza titulada “Dignidad Republicana” Faustino Sánchez Carrión anotó que el lustre del gobierno se nutría de las virtudes cívicas de representantes y representados. “¿Qué circunstancia falta para denominarnos verdaderos republicanos?”, se preguntaba Sánchez Carrión en 1821. “Nada más que nivelar nuestra conducta o más bien, elevar nuestros sentimientos a la alteza de este título; porque, si se ha apetecido el gobierno más digno y más ilustre que darse puede la raza humana, es necesario también que cada uno por su parte sepa sostenerlo”.
El caso del ex presidente Fujimori, condenado a prisión por los delitos que conocemos, es un ejemplo extremo de la degradación de una investidura de casi doscientos años. Sin embargo, existen otros ejemplos del daño infligido a la alteza de la primera magistratura de la nación. Pienso en la banda presidencial que Justo Figuerola arrojó desde el balcón de su casa en plena guerra civil (1844), en los asesinatos a mansalva de los presidentes José Balta (1872) y Luis M. Sánchez Cerro (1933) o, en otra nota, en las bravuconadas del comandante Humala. Fueron sus pares los que en 1968 sacaron al presidente Belaunde Terry a empujones de Palacio de Gobierno, denigrándolo públicamente. Por otro lado, los nombres de ciertos presidentes investidos con la autoridad suprema se han visto asociados a una serie de denuncias. Promover supuestamente los narcoindultos, el lavado de activos o el enriquecimiento ilícito forman parte de un catálogo de faltas gravísimas que han mancillado la presidencia del Perú.
Por eso, cuando un congresista fujmorista denuncia el comportamiento “errático” del presidente electo o su compañero de bancada declara que el nuevo mandatario “ridiculiza la investidura presidencial” –por proteger su cabeza con un pañuelo– es bueno recordar aquel viaje fatídico de Alberto Fujimori que empezó en Brunéi y terminó en la Dinoes. Ello sin dejar de lado una recomendación para el presidente Kuczynski.
La primera magistratura de la nación ha sido maltratada y denigrada y ello causa dolor a los que respetamos y queremos a nuestras instituciones. Los peruanos celebramos la espontaneidad y la calidez pero, también, esperamos que quien nos gobierne dé ejemplo de discreción y ecuanimidad. Los “siete mandamientos” para los nuevos ministros guardan estrecha relación con los ideales de la primera república. A la cual se le imaginaba sencilla, incorruptible, creyente y humanista. Sin embargo, me permito añadir un “octavo mandamiento” que considero fundamental: la economía de la palabra.
En una “sociedad de habladores”–donde la palabra ha sido devaluada– el mejor ejemplo reside en el silencio creador. El saber callar para pensar, pero, también, para escuchar dignifica las relaciones humanas y también las pacifica. Especialmente en un país como el nuestro, marcado por la violencia física y verbal.