Cuando algunos especialistas en el Perú nos hemos preocupado por la democracia en los últimos años, a veces nos han faltado explicaciones más sencillas y limpias; olvidamos hacer recuerdo de que, si tanto golpeas a la democracia y a la política, lo terminarás también sintiendo en tu bolsillo. Hay evidencia empírica de que la democracia lo hace mejor que las autocracias y los populismos en términos económicos y políticos. Faltó también que los políticos comuniquen con simpleza, en tiempos de hastío y populistas, aquello que fue evidente para un recordado comando de campaña: “Es la economía, estúpido”. La famosa alocución atribuida a James Carville que supuso un giro en la estrategia de campaña de Bill Clinton, y que le permitió ganarle la elección a un popular George Bush, poniendo como centro de su campaña las preocupaciones cotidianas de los ciudadanos antes que complejas estrategias.
El Perú, durante muchos años, desde el retorno a la democracia en el 2001, ha gozado de ciclos de abundancia, de precios extraordinarios de minerales y de otras condiciones productivas que beneficiaron nuestra salud económica. La política podía ir mal, pero la economía parecía no contagiarse, la lógica de las cuerdas separadas era cuestionada en público y en muchos foros empresariales, pero, en la práctica, no hicimos nada por la política. El proceso de descentralización se iba desmoronando y los partidos políticos se iban extinguiendo, sin que hubiese un esfuerzo colectivo por devolverle la confianza al ciudadano en sus instituciones democráticas. En el camino, dimitimos de diversificar la economía, dimitimos de revitalizar el sistema de representación; y –de pronto– descubrimos que tantos años de haber descuidado la política podían –y no podía ser de otro modo– socavar las bases de nuestra economía.
La inversión privada ha retrocedido en medio de un escenario muy inestable para el empresariado y el fantasma de la recesión ha comenzado a volar entre nosotros. Las proyecciones de crecimiento han retrocedido y cuando una economía comienza a mostrar patrones de enfriamiento, es muy difícil inyectarle confianza. Si los países de la región con los que nos gustaba compararnos para presumir de ser los alumnos aplicados no están teniendo esta desaceleración, ¿qué le está ocurriendo al Perú?
Desaparecidos los ciclos de abundancia económica, la oportunidad de mantener la inercia positiva en nuestra economía descansaba sobre nuestro sistema de representación que era la única garantía de mantener una estabilidad política que generara confianza en el empresariado y en los mercados, y entonces sucedió lo previsible: comenzaron a campear las crisis políticas. En esta columna hemos recordado la famosa definición de mercados emergentes acuñada por, quizá, el mayor especialista de riesgo político del mundo, el politólogo Ian Bremmer: “Aquellos mercados donde las condiciones políticas son al menos tan importantes como las económicas para determinar los resultados del mercado”. Podemos ufanarnos de que Julio Velarde sea el campeón de los banqueros centrales del mundo, y de que su quijotesca empresa en medio de tormentas políticas sea un milagro, pero eso ya no basta, ni bastará más. En ciclos de desaceleración, la política importará.
No va a existir manera de retomar el crecimiento económico que genere el empleo que necesitamos, ni de hacer retroceder a la pobreza a los niveles anteriores a la pandemia, ni de aprovechar el ciclo de demanda de minerales que vendrá con el cambio de matriz energético mundial, si no recuperamos la salud de nuestro sistema de representación político. Por eso, cuando uno observa que el Congreso y el Gobierno son las instituciones que mayor desconfianza suscitan en los ciudadanos, según la reciente encuesta del IEP, registrando una desconfianza más alta que el 2022, uno entiende que quizá no moriremos pronto agobiados por una crisis súbita, pero iremos perdiendo velocidad de a pocos, se irá acabando el movimiento, hasta que nos falte el aire y de pronto estaremos más moribundos que sanos, porque como canta Jorge Drexler: “Si quieres que algo se muera, déjalo quieto”.
No hicimos las reformas económicas ni políticas necesarias para que nuestra prosperidad no se viera amenazada en tiempos de crisis política. Ahora nos toca sufrir el vendaval. No se vienen años sencillos, serán durísimos. Cada punto de PBI de crecimiento que antes dábamos por descontado será tan duro como ganar de visitante en el Maracaná, cada punto en el que la pobreza retroceda será una defensa de las Termópilas. Se han acabado los tiempos de bonanza extraordinarios, bienvenidos los tiempos recios, donde todos se ajustan las correas, donde la economía no estará bien, pero la política siempre podrá estar peor: siempre fue la política, estúpido.