Tratando de olvidar por un momento las noticias, salimos a dar una vuelta por el barrio. En la cafetería de la esquina, una vecina, la señora X, me aborda y me dice que el Perú no tiene solución. Lo repite con una voz aguda que corta el aire. Alza el dedo al hablar, como una maestra encolerizada. A lo mejor no hay una solución definitiva, le digo, pero la cultura del recurseo nos permite encontrar soluciones parciales. Las únicas soluciones permanentes en nuestra historia han sido las provisionales. No es casual que viviendo en una cultura de mallas agujereadas, somos grandes parchadores. Recuerdo que la palabra “parche” ha entrado en el habla peruana como sinónimo de deudas pendientes. Nuestra esperanza secreta no es solucionar sino parchar los problemas, esperando que duren todo el tiempo posible. Sigo pensando en todo esto mientras escucho a la señora X que sigue despotricando contra algunos.
Liberado de la charla política, me siento a leer en una cafetería al aire libre (todos con mascarilla, solo quince minutos y a una distancia salvadora de los demás). De pronto entra un hombre a paso lento y se sienta en la mesa vecina. Muestra las huellas del insomnio, el pelo escaso y blanco, una camisa negra. Pide un café y saca el teléfono. “Aló, hijo. Soy yo.”, dice con una voz cautelosa. Luego añade: “Estoy cerca de tu casa. ¿Puedo ir a verte?” El silencio permite adivinar que la respuesta es negativa, blindada con alguna excusa. El hombre dice “entiendo, no hay problema” y, mientras hace espacio para el café negro que le traen, vuelve a marcar. Se aferra al teléfono. “Soy yo”, le dice a algún amigo. “Estoy aquí en la cafetería de la esquina de tu casa. ¿Puedo ir a verte?” La respuesta es negativa otra vez. El hombre cuelga y vuelve a marcar otro número mientras da el segundo sorbo.
Adivino la noche que ha pasado el tipo: la soledad de la madrugada y el tiempo que ha esperado para hacer esas llamadas. Está harto de su soledad y solo quiere el refugio de una charla sobre cualquier tema, un momento de vida compartida. En este instante, una conversación es un paraíso. El primero que buscó fue a su hijo. Ahora está dispuesto a ir a la casa de cualquiera que lo reciba antes de terminar el café.
En estos largos meses de confinamiento, la soledad ha afectado sobre todo a los solitarios. Personas que vivían por su cuenta, ahora limitados en el acceso a sus amigos, familiares, incluso compañeros de trabajo. Me pongo a buscar algunos datos. Una publicación del Instituto Nacional de Estadística e Informática del 2018 a cargo de Francisco Costa Aponte, destaca que en el Perú “hay 633 mil 590 adultos mayores de setenta años que viven solos”. Esta cifra representa casi el cuarenta por ciento de la población de esa edad. El agravamiento de la soledad, considerada por los médicos como un factor de riesgo para la salud, es otra de las consecuencias de la pandemia.
El señor que está a mi lado pertenece a ese grupo probablemente. El mozo le trae otro café. La fila de humo de la taza le borra las facciones. De pronto algo se ilumina en él. Coge el teléfono como si fuera un talismán y llama a un nuevo número. No sé quién le contesta pero el hombre dice “muy bien, gracias”, paga la cuenta y sale corriendo. Alguien ha aceptado recibirlo. Es una solución parcial pero válida, como la que se presenta en las vidas individuales y en las de países como el nuestro.