Uno: Zoraida Ávalos acaba de ser inhabilitada por el Congreso por haber abierto investigación a Pedro Castillo por corrupción, pero postergado las diligencias en su caso hasta que termine su mandato. Seguía una visión restrictiva basada del artículo 117 de la Constitución, que había sido la prevalente en el Ministerio Público.
Obvio, prefiero la interpretación de su sucesor temporal, Pablo Sánchez, y potenciada por Patricia Benavides, que lo que prohíbe no es investigar, sino acusar.
Pero el Congreso ha hecho una barbaridad al convertir esa diferencia de pareceres en motivo de inhabilitación para Ávalos. Un pésimo precedente que debilita la separación de poderes, convirtiendo a un fuero político como el Congreso en el ente que decide sobre la legalidad de las decisiones de una fiscal de la Nación.
Dos: Dina Boluarte tiene en promedio mejores ministros que Pedro Castillo. Eso no era muy difícil. Es verdad que el Gabinete está presidido por Alberto Otárola, quien desconoce un concepto fundamental que da dignidad a un ministro; a saber, el de poder asumir responsabilidades políticas. Aun así, hay muy buenos ministros, otros regulares y algunos que no dan la talla. Pero hay dos cuyo nombramiento y permanencia en el cargo, me atrevería a decir, son un escándalo.
Empiezo por el más reciente: el de Salud. Bien cambiada, por supuesto, Rosa Gutiérrez, que no pudo con el dengue, pero que demostró una gran soberbia sosteniendo que lo estaba haciendo bien. Ciento sesenta mil casos en 19 regiones y la mortalidad per cápita más alta de toda la región la desmienten.
Su reemplazo es el excongresista de APP César Vásquez. No hay nada que cuestionar al hecho de que Boluarte quiera mostrar fortaleza aliándose con Acuña; cabría, sí, una reflexión sobre su ingenuidad.
El problema es otro. Vásquez, cuando fue congresista, fue denunciado constitucionalmente por Zoraida Ávalos por pertenecer a la organización criminal Los Temerarios del Crimen. No pudo ser investigado porque la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales del Congreso archivó la denuncia. Es que eso de ‘otorongo no come otorongo’ no es de ahora.
Hay varias otras cosas más que lo desmerecen, pero hay una que, estando tan reciente la corrupción del castillismo, adquiere especial relevancia. Hay evidencias gráficas de su cercanía con el alcalde de Anguía, José Medina (en prisión preventiva); con el dueño de la casa de Sarratea (prófugo de la justicia), Alejandro Sánchez Sánchez; y con el mismísimo Castillo.
El otro es Daniel Maurate. Si ya es complicado para cualquier ministro tener más de 200 llamadas registradas con Los Cuellos Blancos, incluido el prófugo César Hinostroza, ser ministro de Justicia es una ofensa al país. A eso se ha agregado una sórdida y más que sospechosa trama en torno a la venta de su hotel inconcluso en la zona rosa de Lince.
Tres: los enfrentamientos internos en el interior de la Junta de Fiscales Supremos debilitan a la institución. Es notoria la animadversión mutua de Benavides y Ávalos, que, según la última, llevó a la primera a alentar su inhabilitación. No sé si así ocurrió, pero sí que no ha habido un pronunciamiento claro y firme de los miembros de la referida junta defendiendo las atribuciones de la fiscalía y cuestionando la intromisión del Congreso en sus fueros.
Hay demasiado en juego para el país en la lucha contra la corrupción, que en mucho depende del prestigio y la solidez del Ministerio Público, como para no exigirles una conducta diferente.
La institucionalidad creada para luchar contra la corrupción en el poder es un avance extraordinario que permitió que se conozcan los graves casos en los que estaba involucrado Pedro Castillo. Esa labor dista de haber concluido y tiene que seguir con independencia y firmeza con el actual Gobierno, en el que ya hay casos importantes que deben merecer toda su atención.