“Y vivieron felices para siempre” suele ser la frase que remata muchos cuentos de hadas. Tras los eventos turbulentos que estas historias suelen narrar, como el secuestro de una joven en una torre o el envenenamiento de otra por una manzana, la conclusión citada invita al lector a pensar que todo lo que vino luego, después de la tensión y las fricciones, solo fue bueno. Ni el príncipe azul se revelaría eventualmente como un cretino ni el hada madrina hallaría una muerte violenta durante un viaje interprovincial.
Y esa puede ser la fantasía que suscribe el presidente Pedro Castillo, que parece haberse quedado satisfecho con el “vivieron felices para siempre” del cuento que siempre se afana por protagonizar, ese del humilde docente chotano que superó las adversidades para llegar al cargo más alto de la nación con el apoyo avasallador del “pueblo”. Porque no logra ver más allá de su mito, cree que la narrativa que construyó en la campaña por la Presidencia le bastará para quedarse ahí y esa es una posición tan delirante como soberbia.
El evento que montó para hacer el balance de sus cien primeros días es un ejemplo de esto. Así, siempre fiel a los símbolos, desde un estrado en Ayacucho, con un poncho colorido y su sombrero característico, manifestó lo siguiente: “Un sector me dice que no he hecho nada, si ellos en 200 años se dedicaron a robarle al país, si en 5 o 10 no hicieron nada, hoy quieren que un campesino en 100 días resuelva los problemas del país”. La frase, por un lado, hacía de pretexto para los cien días de estancamiento y, por el otro, lo vestía del “elegido” para solucionar los problemas que (según él) nadie ha podido arreglar.
Pero lo cierto es que Castillo está lejos de ser un salvador y el único récord que su Gobierno ha batido es el de ser, en poco más de cien días, un fracaso evidente, caracterizado por la incapacidad, la torpeza, el silencio déspota –de un líder que cree que no tiene que dar cuenta de sus actos a los ciudadanos– y el empleo ruin del erario para darle chamba a los amigos, a los partidarios y a uno que otro criminal. En corto, una versión aún más destructiva de lo que Castillo prometió que enfrentaría, mezclada con la grave contumacia de quien prefiere alargar la presencia de un ministro caído en desgracia que aceptar su renuncia y, de paso, su impertinencia para el puesto que le encargó.
El nombramiento de Mirtha Vásquez fue, para muchos, el anuncio de tiempos mejores y podía parecerlo (no se puede caer más bajo que Guido Bellido), pero todo ha permanecido igual. Más bien, una primera ministra “moderada” que se enfrenta a su propio Gabinete, reconviniéndolo en público, no hace más que llamar la atención sobre su soledad al costado de un presidente atascado en su propia fantasía. De hecho, que Vásquez no haya dejado el cargo luego de todos los desaires del jefe del Estado la coloca en la misma posición de imperturbable condescendencia y complicidad que Verónika Mendoza y otros aliados de Perú Libre.
El cuento de hadas del líder popular que surgió para enfrentar a los poderosos y vivió feliz para siempre no existe. Sí, Castillo ganó la elección, pero por un pelo y sin saber qué hacer con el cargo. Hoy su gestión es un caos desaprobado por el 57% del país (El Comercio-Ipsos). Y lo peor es que, desde entonces, ha actuado sin intenciones de corregir el rumbo, de salvar la economía que la incertidumbre que genera tiene de rodillas, sin retroceder en su destrucción de las reformas (como la de transporte y educación) que tanto trabajo costaron emprender.
De cuentos no come un país ni se mantiene un Gobierno.