“Regala un pescado a un hombre y le darás alimento para un día; enséñale a pescar y lo alimentarás para el resto de su vida” reza el popular dicho. Pero, ¿qué pasa cuando el hombre olvida cómo pescar? Los antropólogos creen que eso sucedió en Tasmania, pues sus aborígenes no navegaban ni pescaban, a pesar de que sus ancestros sí lo hacían. No es la única ni la más extravagante de las involuciones culturales. Se piensa que los Efe o pigmeos del Congo olvidaron cómo prender fuego. Una regresión de proporciones gigantescas fue la decadencia de los mayas, cuyas ciudades se despoblaron entre los siglos VIII y IX, esfumándose así, presumiblemente, ingentes cantidades de conocimiento. El geógrafo Jared Diamond, en su libro “Colapso”, estudia varios casos parecidos, pero atribuye la mayoría a causas ecológicas y no cognitivas.
Escuché decir una vez a un economista británico que hace 100 años los dos países económicamente más prometedores eran Argentina y Estados Unidos (como hoy, China e India). Los detractores del peronismo quizá incluirían en el listado histórico a la decadencia gaucha aún en proceso. Por su parte, Ayn Rand, escritora ruso-estadounidense, imaginó (algunos consideran que profetizó) la decadencia americana. En su novela “La Rebelión de Atlas” propuso una distopía en la que la sociedad se olvida del principio de causalidad y ya no sabe cómo crear riqueza, obsesionada por distribuirla. Dejando de lado su disparate económico de un refugio de creadores de riqueza que, contraviniendo toda la teoría y práctica del comercio internacional, florece en la autarquía –cual la ‘Wakanda’ de Marvel–, su descripción del colapso social que genera la pérdida –u olvido– del conocimiento de los más hábiles resulta elocuente: todo deja de funcionar, desde los trenes hasta los bancos, y la sociedad poco a poco se va disolviendo en su propia incompetencia.
Rand –feroz antiestatista– se revolcaría en su tumba al enterarse de que la evoco para describir lo que viene ocurriendo con el Estado Peruano. El amiguismo, el sectarismo y la complicidad delincuencial del gobierno de Pedro Castillo vienen tomándolo por asalto y desplazando –no tan de a pocos– a sus gestores públicos más competentes. Como resultado, todo colapsa: campea la delincuencia común, estalla por doquier la conflictividad social, las carreteras son bloqueadas, no se construyen obras públicas, los ciudadanos no pueden tramitar sus documentos literalmente por meses. Aunque lejos de ser mayoritariamente funcional, hay un bagaje de gestión pública acumulada que se está perdiendo, acaso para siempre, como perdieron los tasmanos el arte de la pesca y los pigmeos, el de la combustión. Recordemos que, hasta en las leyes de la física, construir (y reconstruir) siempre demora más que destruir, y todos nuestros logros civilizatorios se basan en la acumulación cognitiva intergeneracional. Subirnos a los hombros de gigantes es literalmente la historia de la humanidad.
Por lo anterior, no resulta exagerado anticipar que el daño que este Gobierno está produciendo al desbaratar lo poco que aún funciona en el Estado podría resultar catastrófico. Subestimarlo sería una frivolidad. La imperativa terminación anticipada del actual Gobierno ya no solo es, por tanto, una erudita discusión constitucional ni un mero cálculo político coyuntural. Podría significar la única forma de salvar el ‘know-how’ tecnocrático acumulado por décadas. Un reciente artículo de Anne Applebaum en “The Atlantic” llama la atención sobre el error de dar por sentada la democracia liberal en Occidente como si fuera una inevitabilidad historicista –un destino manifiesto– y reclama la necesidad de tomar acción permanente y proactivamente para salvaguardarla y mejorarla. Se trata, pues, de un constructo continuamente en obra. Lo mismo puede decirse de la gestión pública. Ambas pueden colapsar si no trabajamos persistentemente en ellas.
Eso, en el Perú, pasa hoy ineludiblemente por la salida de Pedro Castillo de la Presidencia, por decisión suya o del Congreso de la República. La opinión pública, al parecer ya desatada, debe persistir por ello en el ejercicio de su derecho a la protesta pacífica, pero insistente e irrenunciable. Ya otras veces ha logrado doblegar la acomodaticia inacción o apatía de los políticos. El enérgico clamor –de librarnos de Castillo– será menos dañino que el olvido colectivo del arte de gobernar y gestionar el Estado que su nefasto régimen viene perpetrando.